lunes, 28 de octubre de 2013

El Harakiri de Miike


Las películas de Takashi Miike (Muerto o vivo, Audición, Visitor Q, La felicidad de los Katakuris, Una llamada perdida) son provocativas, ambiguas, hiperbólicas, demenciales, subversivas, elaboradas exquisitamente a nivel visual y en el manejo del tiempo cinematográfico. Maestro en el tensar hasta grado extremo una situación de angustia, su narrativa logra exasperar a espíritus conservadores, pues un golpe de timón en el relato conduce la historia hasta abismos no fáciles de tolerar por todo tipo de espectador. Por ejemplo, en su largometraje Ichi the killer hay escenas brutales de tortura y flagelación, carne para el debate de determinados anclajes teorizantes sobre el uso de la violencia en la imagen fílmica; piedra de escándalo de cuanto es válido o no aceptar dentro de la pantalla comercial.
Con este prolífico creador de casi 70 películas, -quien en su momento de mayor ebullición creativa filmó un promedio de siete trabajos al año-, se valía de todo, menos la pasividad.
Sin embargo, cosas del género humano, la pasividad  o algo parecido alcanzaría la filmografía del prolífico cineasta japonés en una película como Harakiri: su visión de 2011 de la novela de Yasuhiko Takiguchi, ya valorada por Masaki Kobayashi para su extraordinaria creación fílmica de 1962 que le exhiben a todos los alumnos en las escuelas de cine. No es menester aquí apurar comparaciones entre los prospectos de Kobayashi y Miike, sino sopesar, per se, a la nueva revisión de la novela de Takiguchi, la cual, de plano, valga decir que le queda harto saludable a Takashi.
Ya el cine japonés ha desacralizado bastante la figura del samurai, desde las obras de los cineastas clásicos hasta los guerreros homosexuales de Nagisa Oshima; sin embargo Miike muestra como pocos la doble moral, el sinsentido de conceptos propios de una ética robótica y la deshumanización de estos clanes feudales sometidos a preceptos férreos e inamovibles. Así, el samurai sin dueño Motome llega a la mansión de un poderoso señor, con la supuesta petición de hacer acto de harakiri o suicidio, aunque su real intención es que el jefe guerrero del lugar se conduela de su triste suerte y le regale unas monedas para pagar al doctor de su hijo pequeño enfermo. Como ya antes había sucedido hecho parecido, nadie se conduele aquí de las calamidades del joven samurai, quien en el colmo de las penurias económicas, vende hasta su espada, el más alto símbolo de honor de estas figuras de la historia nipona. De manera que, con el fin de dar una lección a posibles imitadores, prácticamente lo obligan a abrirse las entrañas con una improvisada espada de bambú que lo destroza lentamente sin matarlo, hasta que alguien se digna a cortarle la cabeza y así cesar su sufrimiento.
Entre tanto, el hijo de este hombre fallece y la mujer empeora de su resquebrajada salud, hasta morir también. El padre del joven, otro samurai curtido, es testigo de tal tragedia de redobles helénicos/shakesperianos y acude a la mansión donde sucedió el forzado harakiri. Entre continuos flash backs y una propensión oral impropia del cine de Miike y del asiático en general, cuanto sucederá a partir de ahora supondrá la posición interpretativa del autor con respecto a un determinado período de la historia del Japón relacionado con la terminación de un modo de vida: el de los ronin o samurais a sueldo que quedaron sin trabajo tras la desmembración del shogunato y vagaron entre campos y aldeas en busca de sustento o la muerte autoinfligida. Dicho suicidio era menos el resultado de un supuesto acto de valentía que la consecuencia de la desazón imperante en aquellos asalariados en paro, con cuya imagen Miike transmite al espectador un paralelo con el estado de cosas actual en un mundo de desempleos, crisis e incertidumbre generalizada.
El padre de Motome pone en solfa todo el absurdo manual de ritualidades del clan y hasta el supuesto valor a toda prueba de los samurais. A quienes más incidieron en la muerte de su hijo, les corta el cabello, símbolo máximo de deshonor. Y ellos solo optan por esconderse. El hombre cuenta la verdadera versión del harakiri en el patio de la villa señorial, ante todos, y de paso les serrucha el piso de su ideología, al demostrarle la falta de honor en la que incurrieron al provocar el suicidio con intenciones egoístas. El Harakiri de Miike habla, con suma elocuencia, de las mentiras que nos inventamos los hombres para sobrevivir entre el abrigo de las épocas, sin reparar a veces en el daño que ocasionamos a los demás. Lo hace en una película parsimoniosa, queda, lánguidamente bella como un paisaje otoñal de la campiña japonesa.

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