sábado, 30 de noviembre de 2013

3096 días, el (cinematográficamente) mal contado rapto de Natascha Kampush


Coproducción austro-germana realizada en 2013 por la norteamericana Sherry Roman (Desert Flower) de estreno en las salas nacionales, 3096 días constituye la versión al celuloide de uno de los raptos más célebres de la historia reciente: el de Natascha Kampusch.

Aunque muy divulgado en la prensa mundial, el caso lo elidieron en los medios cubanos, de manera que resulta obligatorio contextualizar al receptor. La Kampusch, niña vienesa, fue plagiada en 1998 a sus diez años de edad, cuando marchaba hacia el colegio. Su captor, Wolfgang Priklopil, la encerró en angosto reducto durante ocho años y medio, hasta que Natascha aprovechó un descuido para escaparse de aquel escondite de seis metros cuadrados bajo el garaje de la casa del tarado, donde por dicho lapso de cautiverio ella hizo todo. En ese todo entra desde defecar hasta cubrir las raras necesidades sexuales del psicópata, quien en los años iniciales del encierro estableció consigo enferma relación de lejanos visos paternales; para luego llegar a establecer otra, ya desligada de presuntos afectos filiales, más ligada al sometimiento total y lo lúbrico.
La personalidad de Wolfgang, emparentada pero a la larga distinta a la de Fritz, “el monstruo de Amstetten” o a la de Ariel Castro, “el monstruo de Cleveland”, otros famosos colegas suyos del siglo en curso, daba para riquísimo ejercicio cinematográfico de estudio de caracteres, desaprovechado por esta sosa película de forma miserable, como igual desperdicia el agudo examen de la humillación, latente en los sucesos verídicos, si bien mero silueteo gráfico en el recuento fílmico. Para esos no concretados objetivos, definitivamente, precisaba otro libreto; además de diferente director, en la cuerda de unos Rodrigo Plá, Ulrich Seidl, Francois Ozon, Kim Ki-duk… Hasta quizá de un Michael Haneke, so caso de anhelarse un aquí también potencialmente pertinente estudio de la violencia burguesa, dado el contexto espacial de los hechos.
3096 días, basada en la autobiografía homónima que la Kampush escribió luego de su escape en 2006, representa pedestre proposición audiovisual mellada por prolija carga expositiva, en desmedro del necesario cuidado por las indagaciones internas, por las exploraciones tipológicas. Asemeja esas piezas de sesgo telefílmico, donde -para no seguir insistiendo en la más que pertinente pero nunca aparecida profundización psicológica-, ni siquiera se toman algún interés por cubrir tales faltas, mediante mediano lucimiento en los flancos técnicos.
Su primaria fotografía de plano y contraplano, unido a la edición plana e incoherente contribuyen a aportar aburrimiento al desarrollo de una historia que podía ser cualquier cosa menos aburrida, porque estamos hablando, al menos en presunción, de terrible drama: el asalto brutal y posesión de una vida en ciernes, los quiebres de un sueño, el alma compungida de esta niña-mujer cuya madurez apurada no le puede dar del todo para comprender por qué le ha sucedido tal tragedia, ese martirio transcurrido en 3096 días de su existencia. Porque estamos hablando del delirio patológico (real, no inventado por guiones) de tamaño obnubilado mental, quien llega a creerse de verdad que él va a cuidar mejor de la pequeña que sus padres; de un tipo suicidado al instante de la huida de la adolescente, a quien él le hacía llamar maestro; de un exponente riquísimo para ser estudiado en la carrera de Psicología de ahora en adelante en las universidades del mundo. Porque estamos hablando además, -por si todo lo anterior fuera poco-, del cierto grado de afecto originado entre víctima y verdugo, no raro por cierto en experiencias de este tipo, advertido en líneas de la autobiografía y entrevistas de la Kampusch, las cuales le han hecho ganar animadversión entre miles de personas. Porque estamos hablando, no démosle más largo, de la existencia de mucho trigo en el trigal dramático esquivado por la hoz narrativa del filme.
Pese al limitado alcance artístico del largometraje, la actriz británica Antonia Campbell-Hughes, al margen de diferir bastante en lo anatómico de la gordita Kampusch, y el intérprete danés Thure Lindhardt emprenden decorosa labor histriónica en sus representaciones  de la raptada y su secuestrador. Ambos intentan suplir, y por algún trecho lo consiguen, las falencias del guion. Merece resaltarse asimismo que determinadas escenas de violencia contenida o explícitas son bien resueltas por la realizadora Sherry Roman. No obstante, ello sabe a muy poco relleno dentro de tantas oquedades.

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