viernes, 6 de diciembre de 2013

Mandela "hollywoodizado" en Invictus


En la era Obama luce bien la condescendencia étnica en esa meca del racismo que es Hollywood. Lo mismo se nos aparece un superhéroe negro de modales heterodoxos como Hancock, que una princesa afroamericana empeñada en dormir el american dream en el largometraje de animación Tiana y el sapo. Acercarse a Nelson Mandela no desentona en tal órbita, falaz y coyuntural, de atracciones.

Invictus (2009), la película del realizador norteamericano Clint Eastwood, halla base argumental en el libro El factor humano (Playing the Enemy: Nelson Mandela and the Game that Made a Nation), del periodista británico John Carlin, corresponsal de The Independent en Sudáfrica entre 1989 y1995, quien reportó la salida de Nelson Mandela de la cárcel y su llegada y consolidación en la presidencia de dicha nación.
Carlin le vendió los derechos cinematográficos del libro a Revelations, la productora del actor Morgan Freeman, por muchos años interesado en incorporar en la pantalla la figura del extraordinario líder político africano recién fallecido. Freeman, a su vez, le vendió la idea de dirigirla a su viejo compañero Eastwood, igualmente atraído por la magnética personalidad; ahí comenzó todo.
En su texto El partido de Eastwood y de Mandela, el propio Carlin explica lo que considera la médula de la trama del filme: “Invictus cuenta la historia de cómo Nelson Mandela, recién elegido presidente de Suráfrica, hace causa común con Francois Pienaar, el capitán de la selección surafricana de rugby, los Springboks, durante el mundial de 1995, transformando un deporte que había sido un símbolo de división racial en un instrumento de unidad nacional. Morgan Freeman interpreta el papel de Mandela; Matt Damon, el de Peinar”.
Remata Eastwood, en entrevista sobre el filme: “lo que hizo Mandela fue como apostar a los dados. Cuando se hizo cargo de la presidencia, los Springboks comenzaban a salir de una suerte de aislamiento internacional -forzado por el apartheid- y antes del Mundial de 1995, cada vez que jugaba un test match se exponía a perder por amplio margen. Todavía no puedo creer semejante apuesta en favor de un equipo que en ese momento no ganaba nada y hacerlo funcionar. A veces la verdad puede ser más extraña que la ficción”.
Aunque, a mi modo de ver, resultan sobrevaloradas sus aportaciones a la pantalla norteamericana contemporánea, según el criterio de cierta crítica local y europea proclive en identificarlo cual reencarnación epocal del maestro John Ford, resulta innegable la capacidad narrativa y el talento compositivo del Eastwood realizador (la historia del Clint actor, al menos la inicial con todo y determinadas contribuciones a la narrativa del género de acción, es tan dudosa como sus conservadores planteamientos políticos), para refrendar relatos que por una u otra razón de índole artística ameritan incluirse en las antologías del mejor cine estadounidense del siglo XXI, a la manera de Mystic River, El intercambio o Gran Torino: con todo y el venenillo ideológico derramado por la última.
A excepción de las a estas anteriores y también rotundas Honkytonk man, Los imperdonables, Un mundo perfecto o Los puentes de Madison -probablemente menos Cazador blanco, corazón negro; o La chica del millón de dólares, por sus irregularidades-, no existían antes del trío consignado en anterior párrafo  demasiadas causas para compartir el entusiasmo crítico masivo generalizado para con la obra de Eastwood, capaz asimismo de parir, igual, títulos lindantes con lo mediocre como Deuda de sangre, u otras de la guisa de la soporífera Medianoche en el jardín del bien y el mal.
Invictus entra dentro de lo que puede considerarse como una franja intermedia del trabajo autoral de Clint, entre sus exponentes de menor personalidad. No es una mala película ni nada parecido a un bodrio, pero tampoco una pieza notable. Representa no más que el trabajo correcto - hasta eficiente o funcional en cierto grado si se repara solo en el limitado rango de miras propuesto por los creadores-, de un director amparado en normas clásicas combinadas con esa mezcla genérica menos atribuible aquí a la condición posmoderna que al interés ocasional de Hollywood de matar dos pájaros de un tiro (Mandela y rugby en tándem). Pues lo políticamente correcto, solo, nunca ganaría boletos.
El legendario héroe del pueblo africano, Nelson Mandela, en realidad no representa el foco dramático ni el interés mayor de un filme que no constituye una biografía, sino más bien se acerca de un modo histórico indirecto a sí, en tanto vector del referido partido deportivo que quiso fundir en un haz a la nación surafricana. Deporte/símbolo de unidad, reconciliación, armonía, integración… Se logró, al menos durante el tiempo que duró el juego, a través de los instantes mediadores para que los chicos de casa superaran a los All Blacks de Nueva Zelanda.
Empero, años de extrema discriminación, guetos, sedimentación de resquemores y dolores de signo múltiple, supremacía blanca y poder económico de los boers (algo imposible de revertir por el nuevo régimen instaurado tras la liberación del líder del ANC de la cárcel de Robben Island, donde estuvo encerrado 27 años) no podían borrarse con dos horas de griterías mancomunadas en un estadio. Ni tampoco lo pretendía Mandela, cuya astucia política resulta pueril confinar a una grana y tres pelotas, a la manera del largometraje.
El filme de Eastwood soslaya elementos previos y posteriores a la decisión de marras del dirigente, hollywoodiza su altura política, tiende a una peligrosa descontextualización histórica más allá del viñetazo o el trazo de color -si nos apartamos del magnífico pórtico visual en textura hiperrealista documental de blancos y negros jugando a lados diferentes, en condiciones asimétricas, los demás son acartonados, retóricos-, y se deja llevar por el arrebato de campo de las películas americanas de equipos en fase de superación deportiva, incluida toda su carga de manipulación emocional del narratario.
Recitativa, noblona (ese capitán de Matt Damon poco le falta para el martirologio) la película se resiente en su idea a causa de la ingenuidad de un planteo que pretende asimilar conceptos de alta política, o circunstancias históricas de raigambre y explicación muy amplias como para resolverlas en tres diálogos, con los destinos dramáticos de ese tipo de filmes citados, especialidad de la casa.
Y algo tan complejo como el caso sudafricano definitivamente no podrá comprenderse nunca desde los prismáticos de unas gradas, mirando el alcance de la próxima patada del balón; o a través de esos lacrimógenos abrazos birraciales al término del encuentro: secuencias ridículas en la ejecutoria de Clint. Con independencia de que explicar lo antes dicho no fuera el objetivo expreso de la película, sí porta indicios de arrogancia interpretativa de las fenoménicas históricas que inducen a pensar que la idea, cuando menos, estuvo presente en las cabezas de Eastwood, Carlin y Freeman. Y su solución fílmica deviene anodina, simplista.
El viejo Morgan regala a través de su composición de Mandela el que quizá sea el apartado más notable de Invictus, muy por arriba de su ritmo y su corrección técnica general. Al margen del carácter reduccionista del argumento en la visión de la personalidad y el personaje, cuanto le toca Freeman lo ejecuta con limpieza, calca su gestualidad al punto de reconocer la interpretación tics, ademanes menores… Mas, todo queda ahí, porque ese es el Mandela que le pone el guión. Fue nominado al Oscar, se lo llevó Jeff Bridges por Corazón rebelde, merced a un americanísimo personaje. Ya de magnanimidad está bien con que Clint haga la película, dirán los “progre” de bocas para afuera académicos de California.
Y Sudáfrica, muchos años después del partido de rugby, por supuesto que no es la misma del apartheid; ni incluso la de los momentos del juego. Pero pobreza en las grandes capas populares y tensiones raciales continúan siendo un problema interno sin perspectiva de solución, pues la base industrial y bancaria de la nación le pertenece a la minoría blanca, mientras los odios siguen latentes. El reciente asesinato de Eugene Terre'blanche, el tristemente célebre líder del Movimiento de Resistencia Afrikaner (MRA) que llenó de pavor al país durante las décadas de los 80 y 90, marcó el inicio de la última polémica racial allí.
Ignoro si Clint haya visionado Distrito 9, el valiente filme sudafricano de ciencia-ficción constituido en suceso de la pantalla internacional en fecha reciente. De verlo, le avergonzaría la Sudáfrica disneyana de su película.

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