miércoles, 7 de mayo de 2014

Renoir (en Festival de Cine Francés) captura el paisaje, pero no al hombre


Renoir (Gilles Bourdos, 2012), exhibida en Cuba como parte del Festival de Cine Francés en cartel, es una aproximación al período creativo final del maestro impresionista francés Pierre August Renoir (1841-1919), a partir de 1915, en la Costa Azul, tras la muerte de su esposa Aline; aun en plena labor plástica pese a la afección reumática que afecta la movilidad de sus manos.  No se trata con exactitud de una biopic integral, sino parcial. Por ende, dado el lapso espacial cubierto por el arco dramático del relato, había aquí trigo limpio para segar bastante en el examen instrospectivo del personaje y su marco de relaciones humanas durante etapa tan definitoria de su existencia. Empero, el realizador Bourdos no alcanza un afianzamiento caracterológico del pintor; más allá de sus silencios o insistencia en dibujar a Andrée Heuschling, la joven pelirroja que da pie a Los bañistas u otros lienzos postreros suyos.
Aunque tampoco lo de la relación con esta, su última modelo y primera esposa de su hijo, el célebre cineasta Jean, va en la cuerda mucho más problémica, conflictual de, verbigracia, La bella mentirosa (Jacques Rivette, 1991). Aquí la interacción tiende más a lo sensorial, al realce del cuerpo de la joven ante las iridiscencias, el brillo campestre, la conjunción de su halo con el de las aguas…, labor de la cual se encarga, no sin lustre, el excelente fotógrafo taiwanés Mark Ping Bing Lee; si bien la proclividad a lo bucólico-pastoril llega a abrumar a cierta altura del metraje.  
En su cuarto opus, en el cual se inspiró en Le tableau amoureux, biografía novelada de Jacques Renoir -tataranieto de Pierre-Auguste y sobrino nieto de Jean- el director de Premonición (2008) solo atina a estampar viñetazos de humanidades, por norma escindidos dentro del desarrollo del guion; más preocupado como está en la configuración visual de un filme cuyo continente quiere poner bien en armonía con la feraz imaginación pictórica del artista, a desmedro de un contenido con algunas líneas de interés pero desprovisto del suficiente numen que ubicaría al narratario en conexión con la mente del creador. Dicho puente de empatía nunca logra tenderse.
El filme se alimenta de algunos buenos momentos, debido en lo fundamental al bordado del magnífico actor Michel Bouquet del personaje central y a unos escasos pero proteicos diálogos entre los personajes de los Renoir padre e hijo que, de consuno con la loable descripción cotidiana de las costumbres y rutinas hogareñas, de algún modo dan idea del modo de vida dentro de la casa de familia donde convivieron algún tiempo dos genios de distintas artes, uno de ellos sin saberlo todavía. En tal sentido, concitan interés las alusiones a la protohistoria cinemática de Jean -en la mansión paterna, al ser herido en la Primera Guerra Mundial, antes de retornar al frente- en la pantalla, a través de ese período cuando aun solo sueña el cine y faltan varios diciembres para Nana (1926), La gran ilusión (1937) o Las reglas del juego (1939).

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