martes, 27 de mayo de 2014

Un mundo a dos, entre la sangre y las nieves


La humillación, a los primeros años, cuando más duele recibirla, porque aun no se descubre bien su origen u objetivos, ni se sabe que es uno de los mecanismos de ataque/defensa de cierta franja de la especie humana tan desvalida de afectos como sobrada de agravios. El rostro demudado del agredido ante el patán atacante de la escuela, la temerosa mirada de reojo del indefenso hacia las comarcas de esa, la hiena generacional que le entorpecerá el paso al baño, al patio de recreo, la salida del colegio, dejándole cada vez menos espacio de tránsito, más angosto su círculo de vida dentro de los recovecos menos concurridos del recinto. Faz pálida, pies tremolantes, pecho y pulso en aprietos, y un extraño sabor en la boca procurado a dos manos entre la angustia y el miedo. Es una suerte de calvario primigenio nacido, por norma, de cualquier signo de diferencia no asumido por la normativa colegial, de cuyo centro destructivo solo ciertas estrategias de supervivencia, la imaginación a plazo cercano y el tiempo a fecha final hará escapar a ese Otro más introvertido, retraído, tímido, inteligente, bajo, gordo, bizco, cabezón, homosexual, dispar en rasgos étnicos…, en fin, la contraparte a veces no encajable dentro del canon de crueles sociabilidades interescolares. Sucede igual doquiera, con sus variantes pero bajo patrón similar; aquí, en Estados Unidos, Japón, España o en la Suecia de 1982 donde discurre la trama de Déjame entrar (Låt den rätte komma in, Tomas Alfredson, 2008), y el abusado niño Oskar tiene la dicha única de encontrarse con una vampira coetánea -lo de la edad es un decir, claro, ella “está cumpliendo doce hace mucho tiempo”, como 35 celebra sin parar el Ethan Hawke de Daybreakers-, quien le hará sortear su pena y de paso le regalará algunas verdades seculares sobre la naturaleza humana, vaya paradoja proviniendo de quien ya no lo es.

La criatura de la noche con quien se encuentra Oskar -hijo de padres separados, ahíto de enclaustres y añorante de atención- también le hubiera convenido a Coraline, la pequeña peliazul del filme homónimo dirigido por Henry Selick en 2009, como igual le habría atraído a  Max, el chico-personaje protagónico de Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, Spike Jonze, 2009), con quienes el preadolescente de la cinta nórdica observa vasos comunicantes, integrando, valga sugerirlo, las tres obras una zona a atender dentro del cine más reciente, a partir de la fértil vinculación que establecen entre las instancias soledad infantil/hostilidad exterior/acritud de un entorno de desatención de parte de los adultos /fabricación de escudos de protección emocionales por la vía de negrísimos universos imaginarios desdibujados entre lo ilusorio-real. Tras descontar, obvio, que Alfredson solo desliza acaso el hecho de que Eli, la vampira del edificio contiguo que llega a los mundos de Oskar, pueda ser cosecha de una imago urgida de tales ardides salvadores. Si bien estamos en potestad total de considerar cuanto deseemos, diría el viejo Martin en su historia de cierres abiertos a todo de Shutter Island. Max, el muchacho del filme de Jonze, le narra una curiosa historia de chupasangres a una madre desatendida más tiempo del posible de su galaxia de fantasías: “Había una vez unos edificios que eran muy altos, y que podían caminar, entonces había unos vampiros, uno mordió al mayor de los edificios, y se quebró sus colmillos, luego el resto de los dientes se le cayeron y él comenzó a llorar. Entonces, todos los otros vampiros (…) se dieron cuenta que él nunca más sería un vampiro. Así que lo abandonan”. El cuento infantil opera cual reflejo de la insularidad, la identidad de diferente del chiquillo, quien es capaz de colegir que hasta en la tierra de los no-muertos se pagan caro las señas del singular.
 Max, tras morder a su madre en altercado familiar derivado del giro del punto de atención de la progenitora hacia un extraño, va a una isla desierta donde por un tiempo tocan a rebato las “cosas salvajes” que hay dentro de sí; Coraline rumia la disfuncionalidad clase media de los padres, abstraída a través del hueco mágico en la pared de la vieja casona; Oskar, de menos recursos de ese tipo, en cambio, mastica su plúmbeo presente de otro modo: recorta noticias de diarios sobre crímenes y guarda un cuchillo para, algún día, vengar sus ofensas. Entonces, algo allí, desde la ventana a oscuras de al lado, modulará las claves de su existencia en lo adelante. No pertenece a su raza, aunque de ésta surgió. Ella le dice en los primeros roces que no pueden ser amigos, pero una corriente imparable de identificación sentará pilares y edificio de lo que irá rumbo a convertirse en una cándida, bella, profunda, amarga, monstruosa, tétrica convergencia de afectos situada en los espacios de un amor imposible por indefinible, finito en algún instante ulterior por el orden del mundo y las especies.
El realizador Tomas Alfredson (Lidingö, 1965), cuatro cintas previas a su haber, sin experiencia alguna en el género de terror -a diferencia de John Ajvide Lindqvist, el bien curtido en miedos autor del libro del cual parte el filme y guionista aquí-, aseguró a los medios que se lanzó “desde cero, sin referencias, ni modelo ni nada, sin inspiración en películas previas sobre el mismo tema”. Si bien no siempre resultan fiables todas las declaraciones emitidas por los directores (a recordar si no las historias de pavor contadas por Spielberg para prodigar el camino comercial de la sobrevaloradísima Paranormal Activity, Oren Peli, 2009), nada indica en Déjame entrar que las imágenes del sueco no anden en consonancia con sus dichos. Cuando el subgénero vampírico sucumbía a la autoanulación involutoria, traicionera para con la historia de la variante fílmica, de Crepúsculo/Luna Nueva, et al; lejanos los hitos de Coppola y Jordan en los noventa, envueltos en engañosa murumaca diz que posmoderna no pocos de los relatos hollywoodenses de colmillos sangrantes articulados durante los últimos quince años, este hombre, europeo, oriundo de un país sin tradición en la franja de marras, se descuelga con una visión de amanecer hacia el subgénero. Limpia de aprensiones, sujeciones y compromisos, como una planicie lacustre escandinava. Alfredson, quien en virtud de su pieza está reconfirmando que es viable fraguar cine de género en cualquier parte -lo sabrá el pillo Luc Besson en París, con amor-, e incluso mucho más, enfocarlo desde la perspectiva de autor, como recién ha hecho el coreano Park Chang-wook con su también vampírica Thirst, 2009 -con perdón de todos aquellos, no pocos, a los cuales les  haya parecido una ofensa, disfruté cada fotograma de este filme- monta un depurado dispositivo formal donde la visualidad gana lumbre desde el hecho mismo de disponer de un escenario tan fantástico como inusual dentro del subgénero, punteado por la textura de la nieve y los contrastes entre su blancura y el rojo de la sangre, sabiamente rentabilizados en el discurso de la imagen por las decisiones visuales del director y su responsable de fotografía, Hoyte Van Hoytema, atentas dichas opciones por arriba de todo a la capacidad dialogística del detalle.
Alfredson conoce el cine, sus recursos caros y ancestrales, algunos semiutilizados o mal utilizados hoy. Los emplea a conciencia y gusto. La recurrencia, a la fecha casi perdida, de grandes planos lejanos o abiertos; el exquisito trabajo con el -tan inherente al buen relato fantástico- fuera de campo visual (un punto dramático nudal de la obra resulta registrado desde el fuera de campo, lo cual redunda en prescindir bastante del horror sugerido por una estrategia morfológica más proclive a inducir que a mostrar de forma explícita) y difuminaciones al fondo del plano, así como la parsimonia de sus secuencias, el orden calmo del encadenamiento secuencial, la cosedura naturalista de sus escenas, la simbiosis de una grafía imbricante de terror y realismo mondo y lirondo, las rotundas atmósferas otorgan clase, pasaporte de distinción y personalidad  a la película convertida en suceso desde su estreno en el Festival de Gotemburgo, 2008.
De tal que no creo resulten exageradas, por aludir no más a dos casos resumidores de la opinión general, las exclamaciones laudatorias de Manohla Dargiss en The New York Times ni la ponderación del crítico catalán Jordi Battle Caminal (no solo las periódicas, salvo muy contadas publicaciones especializadas, una de ellas la argentina Leer Cine -con la cual no suelo concordar, mucho menos luego de calificar como “obra maestra” a The hurt locker, el manipulador Oscar del año-, las apreciaciones resultan de esta guisa) al afirmar en La Vanguardia que: “Sin recurrir a efectos gruesos ni truculencias, deja por el camino imágenes de impacto: el plano general de la chica ascendiendo por la fachada del hospital (al que, inmediatamente, siguen otros dos planos magníficos: el abrazo entre la jovencita y su desfigurado protector, inquietante mezcla de ternura y patetismo, y el cenital salto al vacío de éste), el bloque de hielo con cadáver suspendido de la grúa y, cumbre entre las cumbres, la escena final de la piscina, desde ya un hito del género: de haberse dedicado al gore, Bresson la hubiera filmado así”.
Pero Alfredson va a más y su obra, fecunda en rasgos de valor, sobresale asimismo en tanto constituye una mirada novedosa que, más que reinterpretación o reformulación de la filmografía vampírica, cual tanto se ha escrito a lo largo del planeta, supone un posicionamiento meritorio sin demasiados antecedentes en su subvariante -apelar aquí a remembrar otras películas de niños vampiros me parece improcedente, habida cuenta de la inexistencia de líneas de contacto claras con las formas de representación de Déjame…- en el plausible afán de incorporar con peso mayúsculo capas de densidad dramática y psicológica, y una auscultación de determinados temores infanto-juveniles, a los puntos de gravitación del relato clásico sobre el monstruo. Aunque ello no implique por supuesto la renuncia, asaz peligroso emprenderlo en el terror y el vampirismo fílmico, a resortes o lexemas consustanciales de esta pantalla, desde la heroicidad trágica del chupasangre hasta el vocabulario icónico-denotativo, esto es por supuesto el espacio de la noche como epicentro evolutivo de la criatura, su naturaleza agresiva, el sol quemante al alba, esa inmortalidad no motivadora de tantos placeres como de dolores… Más que por construir otra película de vampiros y humanos diferenciados por las divisiones binarias del bien y el mal, hiato estereotipado por la doxa el cual no le interesa en absoluto acentuar aquí sino más bien resignificar desde conceptos de complementación de ambas identidades, Alfredson se preocupa por armar una rica metáfora sobre el lastre amargo de la soledad, el miedo, el terror cotidiano ante la humillación, la melancolía, el desafecto y la despedida a la inocencia. Así, compone un subyugante drama de visos schopenhauerianos donde la parienta de Nosferatu deviene puente de interpretación desde un espacio/otro hacia un orden de cosas humano tan difícil de recomponer como el cubo de Oskar y lastrado por el pesimismo, el dolor, el alcohol, la gelidez afectiva, el desmantelamiento familiar, la incompletitud, cortedad y falta de certezas de muchos seres para encontrar la lucecilla al boquete postrero del túnel. Déjame entrar es un filme que a la vista de harto tajante aunque no totalmente descartable lectura situaría los vectores de redención precisos ante cuadro semejante o por lo menos la angustia puntual del niño, en última instancia recidiva de aquel mal de fondo rastreado en la pantalla escandinava desde Bergman, en terrenos polisémicos que podrían encarrilarse dentro del más puro pragmatismo social o las leyes del Talión y Murphy. Empero, me agradaría entreverlos más al ecuador de coordenadas donde operan otros fenómenos de ecos menos pedestres y resonancias más sublimes. La película lo amerita porque hay sugerida en el sedimento de sus locuaces secuencias una inescapable proposición invitadora a estrechar cosmovisiones, aparejar espíritus, armonizar ángulos de interpretación de la existencia signados de modo aparencial por su posible disenso mutuo. De manera que cuanto logran Oskar y Eli entretejer en su cohabitación lírico-amistoso-romántica cuajada al cruce de lo fantástico con lo cotidiano, merced a la hondura, vehemencia y sentido de la interacción bidireccionalmente utilitaria de esta suerte de unidad en la diferencia, funciona al modo de entrada a un portal de significantes remitentes a la apertura de fronteras, al desquiebre de prejuicios, al cierre de diques de exclusión. Una permisible axiología del descubrimiento, la redención y el cambio, colocada con sutileza y sin sobrecarga en la historia.
“¿Sabes cuánto me esforcé para no matar gente? No puedes ni imaginarte. Una bestia sedienta gruñe en mi interior, pero iba de puntillas por miedo a lastimar a alguien. Lo maté por ti, para salvarte” le confiesa el sacerdote-vampiro de Thirst -el otro filme antes aludido que de consuno con Déjame entrar rompe la tradición de estereotipos consolidado en el subgénero- a su amada al obligarlo ella a asesinar. La acumulación de culpas del cura lo hace inmolarse al sol de la mañana. Déjame entrar establece una paradójica correlación consigo desde la antinomia. Recurre, igual, a la identidad pareja interracial vampiro-humana y salvación/conversión/degradación del ser vivo gracias a la obra de los colmillos del muerto viviente, con todas las consecuencias que su acción mortífera entraña. Sin embargo, en el fondo ideológico del opus de Alfredson huelgan tales matrices de connotaciones religiosas o autorreconvenciones morales; las aparca, sí, porque su Oskar y Eli estampan, sin fórceps de credos, un tierno vuelo de libertad entre los reinos de la noche y las nieves, donde ellos son los propios dioses de un destino barruntado no más imaginarse.
(Publicado originalmente en la revista Cine Cubano)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...