martes, 30 de septiembre de 2014

La madriguera de Malamadre


Aunque sin similar masa cuántica, pero a la manera del western, el gangsteril, la comedia o el musical, el drama carcelario -cruza entre el noir, el policial, el cine de acción y el melo- forma parte de la historia del cine, de la esencia de Hollywood; e iconos, fotogramas y secuencias de sus piezas claves jamás se desdibujarán, en tanto integran esa galería de “apariciones adorables” proclamadas por Derrida.

Con nosotros se irán al otro patio los rostros queribles del carimaldito Cagney, Muni, Bogart, Tracy, Fonda, Raft, Lancaster, la Hayward, Newman, Redford, Eastwood o McQueen, recibiendo -o causando- sufrimiento entre los barrotes de Sing Sing, San Quintín, Westgate, Alcatraz, Attica o los lodos de diabólicas islas-prisiones.
Más allá del consustancial morbo humano por penetrar de alguna forma en un espacio donde bien resulta posible que la especie pacte con sus componentes más primitivos para sobrevivir, e incluso la tan a simple vista paradójica como en propiedad a la raza irresistible subyugación de pillar de lejos lo que se teme con el más percutiente pavor, la base del origen de su atractivo en la pantalla -lo mismo que en la literatura-, descansa en que su materia prima básica son los perdedores, con su consustancial fardo de irrealizaciones, malas coseduras, patas metidas. Da igual sean inocentes, si es que siempre lo serán, ya lo sabemos, o criminales redomados. Al traspasar la celda, la jugada se perdió, aun ganándola. Estriba en que puertas adentro de la jungla entre rejas las polarizaciones se extreman, la competitividad alcanza rango supremo y son comprobables en estado puro algunos postulados de Darwin. No sin causa deviene uno de los escasos sitios donde la humanidad puede llegar a mostrarse en su materia original, sin las puestas en escenas sociales y las representaciones de cada parque temático de nuestra rutina.
Aun si se considera, junto a Octavio Paz, que la mismísima originalidad es primero una imitación, todavía a estas alturas está siendo probable la aparición de bocanadas de novedad y existen historias para contar -hecho bendito dado el déficit mundial de éstas-, relatos fílmicos que desdicen las hipótesis manejadas por algunos de que el género resulta un arcaísmo o un mero registro fósil en la actualidad. Dejando atrás todo el cine carcelario clásico norteamericano conocido, la tantas veces examinada brasilera Carandiru (2003), intentos progre sobre la pena de muerte, o las insistencias temáticas del progenérico Frank Darabont (Cadena perpetua, 1994; El último pasillo, 1999), colocados ya en el ramal más próximo de esa locomotora sin estación terminal que es la pantalla, existen varias películas de cinematografías sin mucha tradición en este cine como Alemania, Corea, Turquía, Polonia, Eslovaquia, España y Francia, las cuales, sin inobservar las preceptivas convertidas en tópicos indestronables dentro de la escritura fílmica de marras, ni por consiguiente abjurar del modelo clásico de representación, alientan determinados desplazamientos de acento en las formas de dichas retóricas.
Uno de los filmes recientes de mayor significación es la ya en esta sección comentada cinta francesa El profeta, y el otro es la española Celda 211.
Diciéndolo con las palabras del crítico José Luis García, de El Magazine de Oviedo Diario, Celda 211 es más que un thriller carcelario. Es una novela sobre la condición humana, sobre lo grotesco de la misma y sobre lo fácil que puede ser invertir los papeles cuando los astros no nos son propicios”.
Ni Critias, ni Utopía, la prisión de Zamora donde discurre el relato de la cinta -según el libro homónimo de Francisco Pérez Gandul- es la madriguera inhóspita de tipos como Malamadre (Luis Tosar, a punto de sus maravillosos 40, dando la que sin duda fue la actuación del año en España), el detritus, los hecefecales de un orden a veces tan injusto dentro como fuera de los barrotes, explícita a las claras, verbalizada incluso, la anterior: una de las ideas centrales del filme de Daniel Monzón.
En el indispensable camino local a negociar desde la ira hasta la aceptación aquí han sucumbido vidas sometidas a un doble sistema de castigo, propiciado por las duras condiciones de vida internas y el maltrato de los funcionarios del penal.
El antiguo crítico de cine Monzón y su guionista Jorge Guerricaechevarría saben que ya Curtiz, Hawks, LeRoy y el Dassin de Entre rejas (1947), de forma más o menos ingenua según el caso, le sacaron las lascas fundacionales al asunto, y lo que hacen es contextualizarlo, redefinirlo, a la situación carcelaria actual en la Península -entre las más desastrosas de Europa-, tal cual optó el coreano Choi Jin-ho en The executioner o antes el turco Yilmaz Güney en El muro (1983). Su thriller con tintura de drama social evade lugares comunes -no túneles, no sodomía-, juega como sucediera en Brubaker (1980), de Stuart Rosenberg, aunque sin la misma intención y menos convicción allí, con la ecuación de poner en chirona a quien vendría a representar a la ley, matemática narrativa que le ubica en total situación de apuntalar uno de los planteos cenitales de su cinta.
Utiliza de forma nada gratuita el recurso del televisor en tanto vehículo constante de catalización de los hechos durante el motín de los reclusos, ya menos como imagen de la posición determinante de los medios de comunicación hoy día que como constatación de la suerte de de index histórico-factual en que se ha convertido la expresión audiovisual a la fecha, como lo asumieron Brian de Palma en Redacted o Matt Reeves en Cloverfield.
Prodiga algunas suculentas composiciones de personajes en el papel y la interpretación -aguantados sí por la viga maestra de Malamadre-, y da una lección de ritmo, dosificación del tiempo narrativo y progresión dramática, elementos nudales perdidos a cada rato por la pantalla ibérica. El mejor cine de género en el corazón de España -no importa el flagelante final con el cual se autoatenta Monzón ni las cargantes retrospectivas callejeras del personaje de Juan Oliver, el funcionario de prisiones encerrado por accidente o la delgada línea del azar. Sin imán hacia las cartas náuticas gringas, respetuoso a los matices culturales propios, con cabeza propia, y en otra galaxia de sonrojantes naderías de acción carcelaria al servicio de Stallone, Van Danme o Statham de los noventas y el actual siglo.

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