miércoles, 26 de noviembre de 2014

El poder y el mayordomo


Al parecer, el realizador británico Roland Joffé piensa semejante a su coterráneo Stephen Frears en torno a que, a la larga, “lo único que importa en una película es la historia”, pues resulta proverbial el uso de excelentes guionistas en su cine. Para Vatel  el director de La misión, aquella notable Palma de Oro en Cannes ´87, partió de las premisas argumentales del reputadísimo dramaturgo Tom Stoppard, el guionista de El factor humano, de Otto Preminger; Brazil, de Terry Gilliam; El imperio del sol, de Steven Spielberg; o la también por si mismo dirigida Rosencrantz y Guildenstern han muerto, León de Oro en Venecia´90. Stoppard definiría el concepto de un drama histórico fragmentariamente biográfico, fascinante ya sobre el papel -luego trabajado por tiempo por Jeanne Labrune-, que Joffé, con sabia batuta y un equipo técnico de otra dimensión (la música de Ennio Morricone; la dirección de arte de Jean Rabasse, la fotografía a cargo de Robert Fraisse y el protagónico absoluto de Gerard Depardieu) ha inundado de energía, pasión, sagacidad en una estirpe de celuloide de cuya plata emerge sensación de solidez, y en cuya luz se vuelca una irreprochablemente pulcra realización.

 Francois Vatel -el mayordomo y cocinero principal del palacio del casi venido a menos príncipe de Condé-, quien en tres días de 1671 tiene sobre sus espaldas la responsabilidad de restaurarle las arcas y recolocar en el candelero de los imprescindibles del régimen a su señor, procurando que durante la visita de Luis XIV a la mansión todo resplandezca, es un personaje fabricado a mano por Gérard Depardieu. Ello, con el fino arte de la filigrana con que modela un ser esculpido desde una contención supina que no impide un extraordinario desborde interior de tonalidades emotivas. Un personaje recto, de rumbo vertical y pensamiento claro, mas a la vez cundido del dolor que acompaña al conocimiento. Una persona empeñada en regalar felicidad desde una extraña tristeza interna no exenta de esa seguridad de espíritu y conciencia que lo sobrepone a las mezquindades y ligerezas cortesanas. Un hombre que sirve al poder aunque lo desprecia, que demostrando su grandeza creadora supone encontrar la única manera de ser más que un peón regenteado por caprichos de fichas mayores. Pero el poder es veleidoso, usa el talento a gana y conveniencia; por tanto Vatel sucumbirá ante la imposibilidad de ser más él en medio de la fatuidad señorial.
Siempre ha existido compromiso en la obra de Joffé -Campos de muerte, La ciudad de la alegría. Lo atestigua también su Vatel película, no cine de época, sino de todas las época, en tanto su Vatel personaje resume la tragedia histórica, eterna de tantos talentos sobados por la fuerza, mutilados por la incomprensión. Hay ahora otro pronunciamiento, quiérase simbólico o no, valiente de un cineasta a tales proclive. Joffé parece comparar a la humanidad, en su trayectoria secular, con una pirámide donde la punta superior parasita esas franjas interiores de creación -los Vatel de ayer, hoy y mañana empotrados a la fuerza en esa figura geométrica que los humanos forman como maldición.
 Joffé hermana la idea a la imagen de madera magistral, y ya por esto solo la película requeriría mil loores. Por lo que es lastimoso que en una obra mayor existan elementos de composición del guión -que no por ello deja de figurar entre sus mejores apartados- que a todas luces tambaleen y restan aire a la estatura del filme. No me resultan en ningún modo creíble ciertas aristas de la personalidad de la aristócrata encarnada por Uma Thurman, ni su atracción física por el mayordomo ni la cándida huida palaciega de esta ¿arribista de buen corazón?, como tampoco el inopinado cambio de actitud del hermano homosexual del rey tras el rechazo poético-diplomático de Vatel para cohabitar su noble cama, con todo y lo que este ingenuo, peliculero tour de force desentonado en un estudio adulto de caracteres convenga a los intereses puntuales del guión. Semejantes laxitudes no son óbice, empero, para mellar una película digna, donde se condensa magistralmente las pasiones humanas, la psicología de una época -que a su vez refractan las de la especie, sin contextos temporales ya-, con trazos agudos y certeros. Nuevo e interesante capítulo de la irregular pero en suma trascendente filmografía de Roland Joffé.

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