miércoles, 25 de febrero de 2015

Un Che Guevara fílmico esculpido desde la honestidad


Desde que el a la sazón jovencísimo realizador Steven Soderbergh (Atlanta, 1963) se lanzara en paracaídas sobre la alfombra roja de Cannes con la, vista entonces, inquietante producción independiente Sexo, mentiras y cintas de video, su filmografía ha estado marcada por la alternancia de obras personales, de sesgo autoral y resultados artísticos divergentes e insertadas dentro o fuera del corazón de la industria (Traffic, Full Frontal, Out of sight, Solaris) con un cine comercial provisto de regular o peor factura (la trilogía Ocean´s y Erin Brockovich ilustra cada caso). Como otros pocos directores de peso en las majors, con las primeras satisface la conciencia; con las segundas asegura el bolsillo, que también la mantiene tranquila.
El díptico Che (El Argentino, primera parte; y Guerrilla, segunda parte, ambas de 2008) hallaría ortodoxa filiación en el núcleo inicial. Si bien, en honor a lo justo, tiene de todo un poco, pues ni el mismo director esquiva en sus declaraciones la intención más comercial de la pieza de apertura; más “artística” la secuela, Soderbergh dixit. Aunque con un sentido unitario, ambos segmentos se diferencian por tono, densidad factual, número de personajes, diálogos e incluso tratamiento cromático y luminosidad. Dos partes que acaso riñen en su ambición integradora, a causa de la disonancia establecida a partir de la prolijidad de la entrada y la austeridad de la continuidad. Una elongación que dicho sea de paso, ni se entera del pasaje congoleño de Guevara, del cual Soderbergh prometió, más para salir del paso creo yo que por otra cosa, encargarse en una tercera parte si con estas superaba los cien millones.
El Argentino recorre el arco de tiempo comprendido entre el encuentro en México del personaje central de Ernesto Guevara (Benicio del Toro) con Fidel (Demián Bichir) en 1955, el Granma, la Sierra -epicentro del relato fílmico como por lógica era de esperar- y los primeros tiempos de la Revolución.  La narración reconstruye el proceso de surgimiento, aceleración y triunfo de la lucha insurgente en las montañas y el llano, intercalando dentro del conjunto -mediante precisos, nada abruptos flash-forward o saltos adelante- significativos pronunciamientos de Guevara en Naciones Unidas, comparecencias públicas y encuentros con la prensa en los Estados Unidos, apelando a un blanco y negro granulado que imprime rotundidad a la intención de procurar la a estos efectos elocuente textura documental. Sin alejarse nunca de la sencillez en la construcción del relato, Soderbergh sigue las líneas escritas por Peter Buchman para, con planimetrado sentido de la entrega de información, ir delineando el escenario focalizado, sacando a escena nombres imprescindibles de la lucha insurgente (Raúl, Camilo, Almeida, Ramiro, El Vaquerito…) y, sobre todo, perfilando el rotulado de la tipología guevariana desde la asunción/observación/explicitación de rasgos identitarios por la físicamente exacta y caracterológicamente plausible composición de Benicio.
Es este un Che vívido, próximo, de enorme dimensión moral pero también de defectos. No atraviesa la pantalla ni un prohombre ni una deidad; sino un ser humano, convencido y esperanzado, con debilidades físicas crónicas. Quizá restarle un punto menos de adustez posibilitaría un acercamiento aun más cabal por el guión. La puesta en pantalla, rigurosamente ambientada y denotadora en su escritura de un amplio proceso de investigación histórica, alcanza momentos de particular lucimiento como el de esa extensa secuencia de pinta clásica de la batalla de Santa Clara. Levantada por la música de Alberto Iglesias, alguien que ha dado lo mejor de sí para Médem, Meirelles o Almodóvar, encuentra en la fotografía de Peter Andrews el complemento perfecto para que Benicio se convierta en el Che. La cámara contribuye a conseguir esa aura icónica agenciada a través de esos primeros planos de barba y tabaco en los días de la ONU.
En toda esta área inicial resultan evidentes sin embargo determinadas falsías, ligerezas y brocha gorda tanto en la remembranza de sucesos como en la conformación en el papel (y en su interpretación) de personajes históricos marcados por una riqueza y profundidad escabullidas aquí. Hubiera sido conveniente además peinar secuencias redundantes, eliminar diálogos ostensibles en su didactismo (al menos para un espectador de sólidos conocimientos históricos como el cubano; quizá aunque pueda parecer incomprensible funcione, e incluso se requiera, para otros narratarios); velar más por el equilibrio actoral; y  hasta procurar un doblaje neutro en aras de desterrar esta polifonía de acentos, dada por el gran mosaico de actores iberoamericanos que intervienen. El internacional reparto, desigual en las respectivas encarnaduras durante las dos partes, pedía a gritos más actores cubanos, además de Jorge Perugorría, Vladimir Cruz y Luis Alberto García, si bien resulta hecho de relieve en todo sentido que intervengan aquí de tú a tú con nombres de cita obligada en el candelero fílmico mundial.
Guerrilla se detiene en la epopeya boliviana del Che y sus compañeros. Inicia mediante la imagen de un televisor donde Fidel lee la carta de despedida del internacionalista, y culmina con una magnífica toma subjetiva de su muerte, la cual abstiene así del regodeo visual, efectista en el hecho luctuoso, aunque incrementa su potencial dramático. De traza hiperrealista, Guerrilla describe con acierto la tensión de aquellos instantes postreros de combate, asma, heridas, fe irreductible, cerco, traición y asesinato. Ascética en su economía de recursos, feraz por el contrario en la concepción de atmósferas, muchísimo menos proclive que la primera parte en “graficar” ya sea en diálogos o imágenes las buenas intenciones del Che (remarcadas creo que algo más de lo aconsejable durante la zona introductoria), habría que ver esta película por sí sola como un nada desdeñable estudio del comportamiento del individuo y el grupo en situación de máxima alerta/confrontación guerrillera.
Como apreciada de forma integral, Che -basada en lo fundamental en los Pasajes de la guerra revolucionaria y el Diario en Bolivia-, constituye una obra trascendente cuyo primer y grandísimo mérito es concebir en pantalla al guerrillero más admirado de la historia desde las antípodas del mito, llevarlo al plano de lo humano, despedestalizarlo. Celuloide alejado de los metales estatuarios al esculpir su imagen fílmica, el filme de Soderbergh podrá blasonar en lo delante de haber labrado una de las semblanzas más justas en torno a un personaje que dentro de la pantalla de ficción nunca tuvo buena fortuna hasta hoy (excepción puntual Diarios de motocicletas, de Walter Salles), tergiversado, transmutado en mucho cine de porquería y por la ideología reaccionaria que domina el planeta, al punto de que aun a estas alturas de la evolución, por ejemplo, el gobierno de Polonia intenta proscribir su camiseta. Soderbergh manifestó en Cannes 2008, donde el gran Benicio fue seleccionado el mejor actor, su deseo de “dar una historia a la camiseta”, “una visión más allá de la imagen mil veces reproducida en material textil”, y bien que lo ha conseguido. La primera señal de consecuencia, respeto y de ir más allá de lo mismo de la película es que está hablada en español, no en el inglés ineludible de las biopics del mainstream. Y luego, no da lugar ni a las emociones baratas ni a la truculencia de los recuentos fílmicos hollywoodinos sobre rebeldes en cualquier parte del mundo.
Obra largamente pensada por su productor/actor protagónico y el propio realizador, esta producción cuya mayor parte no es norteamericana, sino francesa y española, destaca por su capacidad de comprensión de un hombre, una época, un ideal. La cinta expone las principales virtudes del Che, asida a la verdad histórica, sin caer en la hagiografía meliflua ni mucho menos en la subvaloración humana de un blanco de atención a quien se acercan desde la admiración y el respeto. Con mesura y tacto en el retrato, sin derrames sentimentales o dramáticos. Para su definitivo empine posee la verdadera suerte de tener a Benicio defendiendo al personaje; un del Toro contenido, que interioriza hasta el último detalle cada ademán, inflexión, mirada de la figura histórica caracterizada. El actor “devoró” al Che y lo regurgitó íntegro y no masticado en pantalla. Lo que le falta a este Che no se debe en ningún caso a sí, sino a un guión que pese a todo cuanto deba ponderársele válese demasiado de lo evidente o lo claramente inductivo para destacar sus cualidades morales y sentido histórico de apreciación de la lucha. Así y todo es hasta ahora el mejor Che completo de la historia del cine.

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