sábado, 16 de abril de 2016

Melodrama rural con pinta de telefilme



En la mayoría de los escenarios de distribución cinematográfica, una película como Café amargo  (Rigoberto Jiménez, 2015) sería lanzada directamente a DVD, sin pasar por las salas.
El filme cubano de  reciente estreno nacional es un trabajo bien discreto, sin alas ni motivos para trascender y mucho menos para aportar no ya al lenguaje —no le pidamos tanto—, sino ni siquiera a una pantalla nacional embarazada de intermitencias cualitativas, pasos en falso en la escogencia de proyectos y filmes recientes rayanos en lo paupérrimo como La ciudad (Tomás Piard, 2015) y Vuelos prohibidos (Rigoberto López, 2015) o inscritos en la olvidable medianía, a la manera de La cosa humana (Gerardo Chijona, 2015).

 Jiménez va otra vez —no descifro el sentido de su obsesión por el tema, con tantos existentes en este mundo y tan escasas posibilidades de filmarlos en Cuba debido al valladar económico—, a los mismos personajes de su reconocido documental (Las cuatro hermanas, 1997), ahora delineados, por supuesto, según los requerimientos de la ficción. De forma lamentable, cuanto le sale es una peliculita con pinta de telefilme, casi amateur en el plano técnico y de irregular quehacer en el aspecto interpretativo: sin demeritar la labor de las cuatro actrices granmenses protagónicas, fogueadas en el teatro y aquí bastante desenvueltas en lenguaje histriónico ajeno.
 Anclada menos a modelos narrativos o a formas de representación en obsolescencia que a un temperamento, una cadencia que fuman en pipas demodé y a resultas despiden volutas de añejamiento, Café amargo forma parte, además, de un tipo de cine tan prescindible como inofensivo, que ni inquieta ni perturba. Es correcta, aplicada, si bien poco más muestra. Se ve como la hoja anónima movida por el viento; así de rápido la perdemos de vista.
 Su misma falta de ambición le impide llegar a ser tan mala como la predecesora Camino al Edén (Daniel Díaz Torres, 2007), con la cual observa parentescos en el argumento ¡y no con Lorca! por Dios, cual alguien suscribiera amparado en criterios de referencia que desde ese punto de vista serían válidos hasta para incluir a Molina´s Ferozz (Jorge Molina, 2010) entre las fuentes. Hace nueve años escribí de Camino… —la historia de un mambí herido, presa de la tórrida pasión birracial de la señora y la sirvienta de la casa donde le dan refugio— que inauguraba en la pantalla insular el “porno suave campesino”. Café amargo parece fundar el neo-bucolicismo romántico en la Sierra Maestra. A favor del guion, el muchachito con intención de guerrillero guarecido por las cuatro mujeres le devuelve el favor sexual solo a una de ellas, pese a la evidente reverberación de las enaguas del gallinero. Ahora bien, la extemporáneamente “bocacciana”, fuera de tono, forma de perder la virginidad de la hermanita Gelacia da ganas de correr a esta altura del campeonato. Los fálicos planos de la maceración de Lola al café oprimen.
 Si intuimos que esa escena de la muerte conjunta del jovencito cobijado en el matriarcado rural y el mandamás batistiano entra —sin necesidad de mostrar el pase en la puerta— dentro de lo más “aventura televisiva de las 7 y media, años´70” del cine patrio, no podríamos colegir empero dónde ubicar otras como la del baño al caballo en el arroyo, los intempestivos disparos de la cafetalera montañesa y el posterior (añorado) ronroneo erótico en su pescuezo del villano. Sí, ok, la “girl is on fire”, mas, ¿por qué remarcarlo de modo tan evidente, subrayado, enunciativo, pleonástico, casi pueril?
 No es solo defecto de Café amargo. Parte del cine cubano filmado en el cuarto de siglo corrido entre 1990 y 2015 comparte similar calamitoso sino, aunque eso ya es asunto para otros textos.

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