Rey ilegítimo: Legítima aventura
Como
sabemos, atravesamos una era de precuelas, secuelas y postsecuelas mantenedoras
en permanente Síndrome de Estocolmo al receptor mundial, gustoso cautivo
condicionado por la obnubilante promoción/distribución de este tipo de
productos. Dependientes tales piezas de la fanfarria
atonal, la fabricación en serie catalista y la grandilocuencia mastodóntica,
cuyas premisas responden al imperio
dentro de la industria del high concept,
el cálculo frío, la superproducción hipertrofiada, la puesta en formol eterno
de cualquier resorte de rentabilidad.
La política pop corn de los estudios en Hollywood se decantó del todo a favor
del armatoste hiperdigitalizado con empleo sobresaturador del efecto surgido de
dicho soporte. Asidas tales producciones genéricas, extraídas del óvulo del
CGI, a ukases inamovibles y a una lógica dramática de escalofriante simpleza
que cada vez se acerca menos al planteo dramático del guion para el séptimo
arte y canibaliza más los esquemas o las estrategias del videojuego, en el
sentido del encadenamiento constante de la acción hacia niveles superiores:
centro de gravedad donde cuanto único importa es justo eso, no el continuo
narrativo.
Esto, en claro desmedro tanto de los estilemas y mecanismos internos
naturales al género, como del ritmo secuencial, el discurrir de la diégesis, el
sentido de las gradaciones en la peripecia del héroe; o sea, su universo de
representación, su alfabeto de discurso. Carcasa y almendra. La intención real
de contar una historia, en fin. Esas son las que no abundan hoy día, ni
material de base original, ni la tradicional traslación cinematográfica de
(nuevas) obras literarias. En el género de Aventuras ello se experimenta de forma cruda.
Así, ven la
luz ornitorrincos hijos del actual delirio de lo difuso, la aparatosidad
caótica y el exhibicionismo -combinados con el reexprimido de lo exprimido, la
anemia discursiva, la disipación de la energía del relato y la ausencia en el
desarrollo de personajes: robóticos y desprovistos de mínima aura de
vulnerabilidad.
Por eso, en medio de escenarios
tales resulta tan bienvenida la irrupción de una buena película de aventuras,
en la tradición (digamos, por poner dos escasos ejemplos recientes, de Apocalypto, bajo la dirección de Mel Gibson
en 2006; o Mongol, realizada por Sergei Bodrov en
2007), como Rey ilegítimo (Outlaw
King,
David Mackenzie, 2018), que, tras su pase por el Festival de Toronto, Netflix
recién presentara a los espectadores del planeta el pasado 9 de noviembre.
No obstante afrontar una
recepción más bien tibia a nivel de crítica internacional, en la opinión del
firmante Rey ilegítimo es una legítima aventura, cuya
factura no solo denota la confirmación del talento del autor de Comanchería, sino además su amor al cine y
su conocimiento de este género tan caro al celuloide.
Al mismo se acerca Mackenzie desde
un plano de respeto y admiración que no por ello lo induce a fraguar una
repetitiva obra academicista, sino a caligrafiar una propuesta que alimenta su
sed en los mejores abrevaderos de esta parcela y abre caminos de personalidad
mediante un trabajo de notable brío discursivo; habilidad en el montaje;
un tempo perfecto; firme pulso y
notable sentido del ritmo, de la planificación, de los movimientos de grandes
masas de extras y del curso de la narración; orlada por coreografías bélicas
de primer nivel (el combate final escenificado al minuto 100 poco tiene que
envidiarle a Corazón valiente, su antecedente más cercano del
pasado siglo).
Y en Escocia también anda el
juego en la película del local Mackenzie, cuyo relato se remonta al siglo XIV y
los tiempos del rey Robert The Bruce y su lucha de liberación nacional contra
la monarquía inglesa liderada por Eduardo I, un titánico enfrentamiento de
David contra Goliath, donde el pequeño vuelve a vencer al gigante: de válidos ecos
para cualquier posible confrontación asimétrica en la actualidad, en tanto
demuestra la significación esencial de la dignidad, el honor y el coraje para
defender el suelo patrio de cualquier invasor.
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