martes, 20 de noviembre de 2018

Rey ilegítimo: Legítima aventura


Como sabemos, atravesamos una era de precuelas, secuelas y postsecuelas mantenedoras en permanente Síndrome de Estocolmo al receptor mundial, gustoso cautivo condicionado por la obnubilante promoción/distribución de este tipo de productos. Dependientes tales piezas de la fanfarria atonal, la fabricación en serie catalista y la grandilocuencia mastodóntica, cuyas  premisas responden al imperio dentro de la industria del high concept, el cálculo frío, la superproducción hipertrofiada, la puesta en formol eterno de cualquier resorte de rentabilidad. 

La política pop corn de los estudios en Hollywood se decantó del todo a favor del armatoste hiperdigitalizado con empleo sobresaturador del efecto surgido de dicho soporte. Asidas tales producciones genéricas, extraídas del óvulo del CGI, a ukases inamovibles y a una lógica dramática de escalofriante simpleza que cada vez se acerca menos al planteo dramático del guion para el séptimo arte y canibaliza más los esquemas o las estrategias del videojuego, en el sentido del encadenamiento constante de la acción hacia niveles superiores: centro de gravedad donde cuanto único importa es justo eso, no el continuo narrativo. 

 

Esto, en claro desmedro tanto de los estilemas y mecanismos internos naturales al género, como del ritmo secuencial, el discurrir de la diégesis, el sentido de las gradaciones en la peripecia del héroe; o sea, su universo de representación, su alfabeto de discurso. Carcasa y almendra. La intención real de contar una historia, en fin. Esas son las que no abundan hoy día, ni material de base original, ni la tradicional traslación cinematográfica de (nuevas) obras literarias. En el género de Aventuras ello se experimenta de forma cruda. 

 

Así, ven la luz ornitorrincos hijos del actual delirio de lo difuso, la aparatosidad caótica y el exhibicionismo -combinados con el reexprimido de lo exprimido, la anemia discursiva, la disipación de la energía del relato y la ausencia en el desarrollo de personajes: robóticos y desprovistos de mínima aura de vulnerabilidad.

 

Por eso, en medio de escenarios tales resulta tan bienvenida la irrupción de una buena película de aventuras, en la tradición (digamos, por poner dos escasos ejemplos recientes, de Apocalypto, bajo la dirección de Mel Gibson en 2006; o Mongol, realizada por Sergei Bodrov en 2007), como Rey ilegítimo (Outlaw King, David Mackenzie, 2018), que, tras su pase por el Festival de Toronto, Netflix recién presentara a los espectadores del planeta el pasado 9 de noviembre.

 

No obstante afrontar una recepción más bien tibia a nivel de crítica internacional, en la opinión del firmante Rey ilegítimo es una legítima aventura, cuya factura no solo denota la confirmación del talento del autor de Comanchería, sino además su amor al cine y su conocimiento de este género tan caro al celuloide.

 


Al mismo se acerca Mackenzie desde un plano de respeto y admiración que no por ello lo induce a fraguar una repetitiva obra academicista, sino a caligrafiar una propuesta que alimenta su sed en los mejores abrevaderos de esta parcela y abre caminos de personalidad mediante un trabajo de notable brío discursivo; habilidad en el montaje; un tempo perfecto; firme pulso y notable sentido del ritmo, de la planificación, de los movimientos de grandes masas de extras y del curso de la narración; orlada por coreografías bélicas de primer nivel (el combate final escenificado al minuto 100 poco tiene que envidiarle a Corazón valiente, su antecedente más cercano del pasado siglo).

 

Y en Escocia también anda el juego en la película del local Mackenzie, cuyo relato se remonta al siglo XIV y los tiempos del rey Robert The Bruce y su lucha de liberación nacional contra la monarquía inglesa liderada por Eduardo I, un titánico enfrentamiento de David contra Goliath, donde el pequeño vuelve a vencer al gigante: de válidos ecos para cualquier posible confrontación asimétrica en la actualidad, en tanto demuestra la significación esencial de la dignidad, el honor y el coraje para defender el suelo patrio de cualquier invasor.

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