sábado, 14 de marzo de 2020

Cafarnaúm: verdad, no pornomiseria


Se entiende la pornomiseria fílmica como ese tipo de cine proclive a explayarse en la visualización de la pobreza tercermundista, que confunde denuncia con miserabilismo, al cual se le achaca sus intenciones for export.


Es un concepto occidental, acuñado desde los tiempos de Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002) potencialmente cuestionable desde su mismo origen y enarbolado demasiadas veces cuando se quiere obliterar la cruda realidad social de las naciones subdesarrolladas entrevistas por los filmes, bajo la matriz de que es más miseria para vender en los festivales cinematográficos y ganar así sus directores cierto grado de prestigio y seriedad en esa audiencia mundial en las antípodas del Sur, dada a santiguar tales filmes más por su complejo de culpa histórico y para aplacar conciencias que por el verdadero peso artístico de la obra.

Con bastante de relativización y de cierta apócrifa superioridad moral por parte de sus emisores, es un término que sirve para desvincular a los espectadores del drama apreciado en los filmes y sembrarles la idea de que nada puede hacerse por el calvario de los seres retratados. Por ende, en grado general no suele convencerme; aun cuando sí es cierto que ese tipo de filme desvergonzado existe: a veces no filmado por los realizadores tercermundistas sino por los occidentales en países emergentes, valga la precisión.

Tal preámbulo viene a cuento porque la película libanesa Cafarnaúm (Nadine Labaki, 2018) ha sido calificada por varios críticos occidentales como “pornomiseria”, no importa su Premio Especial del Jurado en Cannes u otros reconocimientos de peso mundial. Y nada más lejos que de tal este largometraje, al que los miembros de la Asociación de la Crítica Cinematográfica de Cuba seleccionamos entre los diez mejores exhibidos en la Isla durante el pasado año.

Cafarnaúm es un poderoso relato pletórico de verismo y sensibilidad, habitado por niños. Los pequeños y la calle constituye una antiquísima línea temática de la pantalla, cuyos buenos vinos descorchamos con Chaplin y El chicuelo, para alimentarse en lo adelante de un numeroso grupo de filmes incidentes en la marginalidad social de esas criaturas (Salaam Bombay, Pixote, La vendedora de rosas…) Con estos últimos exponentes se imbrica más el largometraje de la realizadora libanesa, obra que hinca el diente además en la inmigración ilegal y la tragedia de los refugiados: dramas de la más acuciante actualidad motivados por la herencia neocolonial, la depredación capitalistas en el Tercer Mundo y las consecuencias de la política imperialista de Estados Unidos y sus aliados en diferentes áreas del planeta, especialmente en África y Oriente Medio.

Apretuja el pecho seguir la odisea diaria vital de Zain, el niño libanés de 12 años, y del pequeño africano que arrastra consigo en su carretilla, zapateando las calles cada jornada. Es una realidad que queda ahí, bien cercana al ojo europeo de Bruselas; la cinta no se ambienta en Mogadiscio o en una favela suramericana. Y eso ciertamente incomoda, por lo tanto que podría hacerse y no se hace por erradicar o paliar ese escenario de precariedad y ausencias.

En su tercera película, la más cuajada de la breve filmografía de su directora, Nadine Labaki cuenta con una baza imponderable: la magnética presencia en el rol de Zain del niño Zain Al Rafeea, intérprete no profesional quien con fuerza de Atlas se echa en la espalda la mayor parte del peso dramático del largometraje.

Toda la introducción y desarrollo de Cafarnaúm destacan por la forma cómo este personaje marca la brújula de un relato acompasado y reacio a la explotación del tema.

El trasfondo social de estas criaturas y las circunstancias personales reflejadas no le impiden a Labaki insertos bien calculados de humor. Hay escenas hilarantes, además tiernas, entre Zain y el precioso negrito que transporta en su improvisada cuna-carretilla. Ella gestiona momentos inolvidables con el pequeñín, cuando quiere escaparse de ese reducto donde lo protege el muchacho mayor.

La directora, empero, pierde algo del pulso hacia la zona del desenlace, cuando agita más de la cuenta las sales del melo y nos regala intempestivo golpe de timón tonal, para arribar a un puerto resolutivo algo complaciente.  

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