domingo, 26 de abril de 2020

Sergio: fórmula y aburrimiento


De Sergio (Greg Barker, 2020), entre los más recientes estrenos de Netflix, cabría decirse muchas cosas, casi todas negativas.


El relato biográfico de, fundamentalmente, los años centrales de la carrera como diplomático del brasilero Sergio Vieira de Mello, hace aguas por varios flancos. Y el primero es la misma forma de contar la historia: esa catarata de flash backs en que convierten la película de principio a final representa la manera de disimular que no se sabe narrar una trama de un modo si se quiere convencional pero al menos capaz de deglutirse. 

No, para evitar la hoy día por algunos tan temida linealidad, la aristotelicidad a veces necesaria de un guion, se recurre aquí a la usual pero ahora mal asumida fragmentación narrativa, sobre la base central del elemento retrospectivo, deslavazado su empleo y a partir de una reiteración de la fórmula que llega sencillamente a abrumar en esta aburrida película de muchos ecos (7: 19 la hora del temblor, Enterrado, El año que vivimos peligrosamente, El americano impasible…) y escasísima voz personal.

El ritornello imparable de recuentos comienza desde el fatídico 19 de agosto de 2003, cuando De Mello queda atrapado bajo las ruinas del edificio de Naciones Unidas en Bagdad, blanco de ataque terrorista. A esa agredida ciudad él había sido enviado por la Organización, en calidad de Alto Comisionado para los Derechos Humanos, con el propósito de verificar el proceso de “transición”. Ello, aunque en una película tan conservadora como esta nunca va siquiera a apuntarse, opera por supuesto en tanto mero eufemismo, pues la verdad histórica es que la invasión norteamericana constituyó una acción imperialista premeditada de claros objetivos geoestratégicos y económicos. Nunca interesó a Washington la “libertad” de Irak, tan cacareada en el filme, ni lógicamente transición alguna a nada; solo perpetuar su poderío en la región.

Sepultado en los escombros, a la espera de un rescate que llegaría tarde, el personaje incorporado por Wagner Moura comienza a remembrar pasajes de su vida. Todo el período evocativo de Timor Leste, antigua colonia portuguesa donde, como narra el filme, fue destacado por la ONU como “administrador de transición”, deviene epitelial. La invasión indonesia de 1975 a 1999 y la figura de Xanana Gusmao, líder independentista y primer presidente de la nación en libertad, resultan tristemente reductivas, desdibujadas.

La escena de De Mello con la timorense quien le comparte sus sueños de convertirse en una nube se parece, por lo impostada, a la del soldado con la labriega ordeñadora de vacas en la miniserie Chernóbil.

Para no sofocar al espectador, justo allí, en Timor Leste, arranca la descripción del romance de Sergio con la argentina Carolina Larriera (Ana de Armas), economista de Naciones Unidas, elemento utilizado por el guion para “descondensar” del tema político e hincarle el diente al romance.

Pero la química entre Moura y la actriz de origen cubano no se logra ni resucitando a Mendeleiev. Anita reconfirma lo sabido: que tiene un bello rostro (la escena de las postrimerías donde su faz emerge del mar ilumina la pantalla) y que es buena en las escenas de cama, como ya demostró y mucho mejor entonces en Manos de piedra, pero sus recursos histriónicos son limitados. Un buen actor como Moura, bastante incómodo aquí, no le ayuda mucho en la tarea de levantar su personaje, pues el mismo suyo presenta tantas lagunas en su concepción que las pasa canutas para configurarlo.

Demasiada tristeza permanente en el rostro de su Sergio, demasiada entereza, demasiado sacrificio. A ápices de lo hagiográfico. En cambio, muy poco contraste, muy pocos matices, muy pocos claroscuros en la película de Barker, quien parece obsesionado con De Mello, pues ya le dedicó antes un documental: oficio en el cual se desempeña regularmente y en el que debería mantenerse, lejos del cine de ficción.

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