sábado, 28 de noviembre de 2020

«The Nest»: En el nido hay que estar, no aparentar

 


Película que va de menos a más, para a la postre dejar enhiesto franco pendón de personalidad en el abordaje de un tema de tan vieja data fílmica como el deterioro de las relaciones matrimoniales, El nido (The Nest, Sean Durkin, 2020) recuerda verdades sencillas pero ineludibles de la pareja en dicho estado civil.

 

Drama psicológico que en su primera hora podría alentar a algún receptor de la generación del play station a dar su cabezazo, emplea su ritmo sosegado para adentrarnos en la tremolina emocional, y la tensión subterránea, de sus personajes centrales, Rory (Jude Law) y Allison (Carrie Coon), de manera inteligente y adscrito a una economía de la información que administra las entregas justo para los momentos determinados, de a poco y cuando se debe.

 

Él es un empresario que, pese a irle bien en la Norteamérica reaganeana, intenta ir a por más y desplaza a esposa e hijos hacia su Inglaterra natal donde, confía, sobrevendrá la danza de los millones.

 

El tránsito no convence del todo a la estadounidense Allison, pragmática como suelen ser muchos de ellos; si bien debe seguir el curso elegido por este cabeza de familia empecinado en un triunfo económico apoteósico que, todo lo irá indicando de forma progresiva, solo logra concretarse dentro de su cabeza, nunca en el terreno corporativo.

 

Rory añora tanto, quiere tanto, pretende tanto, aparenta tanto (su confesión en el taxi es definitiva: “soy un hombre que finge ser rico”), que relega lo más importante a lo largo de nuestra estancia en la Tierra: el hogar, ese nido del título donde la avecilla en jefe experimenta toda suerte de sensaciones de abandono, pesar, autocompasión, dolor por el obnubilado y su proceder carente de sentido cuanto todo lo que ella reclama es que permanezca junto a su familia, como parte de un proceso gradual de inestabilidad del personaje central femenino, cuyo punto culminante lo representa el abandono de la cena y el retorno nocturno al hogar.

 


En el rol de esa Allison, Carrie Coon (al verla en The Leftovers escribí que el audiovisual estadounidense se había guardado una gema preciosa) eclipsa a Jude Law, al componer un personaje que hace suyo con singular marca de identidad. Dúctil, distendida en su diversidad de registros, soberana en determinados momentos cuando trasluce ironía, decepción o incredulidad, la actriz está reclamando a escena limpia mediante este filme que el cine norteamericano de la batería artística A la ubique en primera fila.

 

Tras ser abandonado por Allison en la antes mencionada cena junto a quienes, en presunción, establecería un negocio futuro, Rory, durante su abrupto retorno nocturno al hogar, experimentaría una especie de iluminación que explicaría la candidez del cierre de un filme que, no obstante dicho preámbulo de la posible revelación del personaje al regreso y todo, por manido e impropio de película tal, sabe a poco.

 

Además de su para mí pueril epílogo, el largometraje padece de cierta leve disrupción entre los dos segmentos que componen el relato, amén de incorporar apelaciones simbólicas que no funcionan bien dramáticamente (tal pareciera que la muerte del caballo de Allison supone lo peor que le pudiera suceder a esta mujer. No tanto extrañeza como más bien curiosidad o cierta sonrisa sarcástica provoca el cuerpo del equino que levanta la tierra de su tumba: no se sabe si por mal enterrado o porque el realizador esté transmitiendo alguna señal o imagen que de veras se me escapa).

 

No obstante tales óbices, Sean Durkin -inactivo casi dos lustros tras su debut, la para algunos entre los cuales no figura este autor cuasi mítica Martha Marcy May Marlene-, ha aportado con El nido una película adulta en el escenario actual del cine anglosajón, atenta al detalle, cuidada en su puesta en pantalla, lúcida en sus planteamientos sobre la vida matrimonial e interpretada por actores en plena forma, especialmente la Coon.

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