martes, 7 de noviembre de 2023

Nada: Cohn y Duprat estropean una deliciosa cena en los postres

 

Los realizadores argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat, con una experiencia previa consolidada en el cine, han demostrado, primero a través de la insuperable El encargado (2022) y ahora mediante Nada (2023) –a cuyos respectivos protagonistas, Guillermo Francella y Luis Brandoni, Duprat reunió en la película Mi obra maestra (2018) – que la serie de televisión constituye una herramienta que también pueden manejar a su gusto, y donde de paso tienen la posibilidad de seguir trabajando con sus motivos o intereses temáticos más recurrentes.

En Nada coexisten tres de los elementos esenciales de la obra de los creadores de El ciudadano ilustre (2016): la atracción hacia el universo del arte, los artistas, la crítica, cómo interactúan sus endogámicos cultores con la realidad exterior y cómo esta los recepta o asume; y, aunque en menor medida pero también, el cinismo latiente en el individuo contemporáneo, la misantropía y el nihilismo reinante a nivel social, expresado en personajes tan profundamente cínicos como egoístas: llegado a un punto en ciertos casos donde ello alcanza a transmutarse en malevolencia real o quizá en cierta impiedad con el resto de las personas, de la cual quizá no sean del todo conscientes. O sí.

El segundo caso sería el del crítico gastronómico/escritor Manuel Tamayo Pratts que incorpora Luis Brandoni en Nada. Un sibarita cascarrabias en cuya identidad convergen tantos malhumorados de la literatura y la pantalla, quien algo recuerda al Anton Ego de Ratatouille. Un hedonista especializado a quien solo le interesa en este mundo el placer de la comida. Ojo, no la comida que consume en restaurantes y a la cual por regla le dispensa desfavorables reseñas de prensa, no importa que los dueños de dichos establecimientos le hayan servido gratis por largos años. No esa, sino la otra que, en casa, durante casi toda una vida, le prepara su polifacética empleada doméstica Celsa (María Rosa Fugazot en un papel efímero, pero impagable) y que luego de la muerte de ella elabora una joven emigrada de Paraguay llamada Antonia (Majo Cabrera, en otro desempeño a destacar en la miniserie).

A lo largo de las clasificatorias para el puesto, la joven no pasa las pruebas del ultra exigente Manuel en la ordenanza hogareña (no es solo la cocina), pero a la larga se lo gana por la boca, gracias a un plato que despierta fervores salivales del especialista: por curioso, inédito, sabroso y evocador el manjar. En la práctica él es todo un inútil en la casa, razón por la cual depende de ambas mujeres para sobrevivir. No solo para comer, también para prácticamente todo.

Cada momento introductorio de los cinco episodios de Nada (cada uno con un título alusivo a la gastronomía local) está narrado, en inglés y con ciertas “incorporaciones” argentinas que concitan la risa automática, por Robert De Niro. El actor estadounidense interpreta a Vincent Parisi, célebre escritor y periodista neoyorkino, ganador de dos premios Pulitzer, amigo personal de Manuel. Si bien en los primeros cuatro capítulos, el astro de Toro salvaje solo se limita a estos introitos, en el quinto y final compartirá de pleno la actuación con Brandoni.

Figura mítica de la comedia argentina, Brandoni está literalmente para comérselo aquí. El espectador se chupa los dientes con una actuación que el actor de Esperando la carroza hace suya mediante absoluto dominio del personaje y de la escena. Él ha digerido, somatizado y regurgitado a Manuel Tamayo Pratts. Si bien con un tiempo en pantalla mucho menor, De Niro tampoco desmerece en el cierre.

Y al cierre vamos: resulta lamentable e inconsecuente para con su obra que Cohn y Duprat no hayan tenido los arrestos de solucionar el arco dramático del personaje central de la misma forma a cómo fue gestionado, pensado, descrito desde el principio. En cuanto constituye un desafortunado e imprevisible giro, quizá en virtud de alguna exigencia comercial de la productora que desconocemos y urdido en función del congraciamiento con todo tipo de públicos, como las comedias románticas de Hollywood, el ogro se transmuta en melindre, puro sentimiento y candor. La jerarquía absoluta del ego en su estado más puro transformada en amor (cuasi religioso) al prójimo.

Pero esto supone una auto traición de Cohn y Duprat. La gente no cambia, eso es una mentira inventada para consolar nuestras imperfecciones. Y ellos, que de escudriñar al ser humano armaron su cine, lo saben perfectamente. Como igual conocen por supuesto que no son creadores para todos los públicos (hay espectadores, también críticos de su propio país u otros, que los odian) y cuanto han hecho con este final-caramelo, el cual ni siquiera refiero por pudor, pasa por algo bastante parecido a una abominación.

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