martes, 18 de junio de 2013

Anna Karenina en el adulterio del estilo


Representa Anna Karenina, la novela escrita por el narrador ruso León Tolstoi entre 1873 y 1877, uno de los frutos predilectos de la viña de los Lumière, desde que la pantalla halló veta madre en la adaptación de textos literarios.

Casi siempre solemos remitirnos a la interpretación de Greta Garbo del apasionado personaje femenino para el realizador Clarence Brown en 1935, o acaso a la de Vivian Leigh en la versión nada rotunda de Julian Duvivier estrenada hacia 1947; pero ahí están además, para el recuerdo fílmico, entre otras, las de Claire Bloom, Helen McCrory o la francesa Sophie Marceau, una de las más recientes.
La joven actriz británica de 27 años, Keira Knightley, convertida en la heroína fílmica de varios monumentos de las letras trasladados a la pantalla inglesa más próxima, vuelve a ser convocada por su compatriota Joe Wrigth, quien le tomó el gusto desde Expiación. Keira saca adelante la Karenina de Joe con resolución, deseos y hasta cierto donaire -si excluyésemos sus mohínes habituales de can hembra en etapa de merecer-, pero esta no es su película, sino la del realizador. Porque este así se lo propone y bien que hace por demostrarlo.
Como igual hizo Tom Hooper con Los miserables de Victor Hugo en el mismo 2012, el realizador de Orgullo y prejuicio se propuso realizar una de las traslaciones más heterodoxas del clásico tolstoiano. En verdad, en el guión del dramaturgo Tom Stoppard para Wrigth no hay ni un diez por ciento de las innovaciones introducidas, digamos por ejemplo, por el australiano Baz Luhrman en su Romeo y Julieta de 1996; aquí los cambios se expresan, fundamentalmente, en la puesta en escena, campo en el cual el director quiere imponer sus “marcas autorales”.
De cierto cuanto consigue son tan solo demasiados arañazos de estilo, que autoflagelan el cuerpo fílmico.
Su coreográfico largometraje de dos horas y cuarto constituye la antítesis del ascetismo, la gravedad, el tono de la novela. Aunque no lo compartamos en este caso puntual, eso se podría entender, pues es potestad de todos los adaptadores imprimirle su lectura e interpretación personal a la obra base. Ahora bien, las fruslerías y virguerías del creador de El solista provocan daño al sedimento discursivo, evaporado entre el oropel de la representación, entre el devaneo y los vaivenes del amaneramiento más explícito.
En determinados planos secuencias donde refuerza la integración lúdica confesa de la teatralidad y sus dogvillianos decorados mutantes en el montaje fílmico, el director de Hanna exagera tanto que su filme sobrepasa el amaneramiento para convertirse en engolamiento artificioso, al pulverizar la delgada línea roja entre el esteticismo a ultranza y lo ridículo.
Los caprichos formales de un largometraje que deposita la mayor parte de su sus activos en el a veces ladrón banco del estilo debilitan sobremanera el alma de la narración, para no hablar ni por un instante de cuanto se esquivó aquí la complejidad tolstoiana, en tanto hacerlo se convertiría en impedimento grande para visionar este grandilocuente espectáculo.
De tal, pues, que esta enésima versión de Anna Karenina se recordará en el futuro con la sonrisa condescendiente o irónica, según quien la evocase, de hasta donde llegaron ciertos creadores al ubicar su cámara durante los tiempos de esa posmodernidad fílmica, a cuyo amparo se han cometido ya demasiados sacrilegios artísticos. 

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