miércoles, 19 de marzo de 2014

Rush: dos rivales, una sola pista


Cineasta hábil ajustado, siempre, al cimbreo del estado mayor del cine comercial norteamericano, Ron Howard es un director que ha sabido moverse, no sin diligencia y oficio narrativo -si bien nunca signó hasta hoy una obra redonda, capaz de catapultarse a la posteridad- en diferentes géneros, desde las fechas primigenias de Cocoon, Willow y Llamaradas hasta las cercanas de Frost contra Nixon, la cual es, a juicio común de la crítica sajona, su máximo opus; no obstante preferir el signante su bastante cuestionada Cinderella Man.

Como Howard ajustó bien en la mesa y el set con el bamboleante guionista británico Peter Morgan (de la, en materia de escritura fílmica, intachable La Reina, a ese cocimiento de cundiamor llamado Las hermanas Bolena), su escritor de la mencionada Frost…, repite con el mismo libretista en Rush (2013), correcta aunque sobrestimada última cinta del realizador estadounidense, de estreno en las salas nacionales.
El mérito de ambos reside en concebir y poner en pantalla una clásica historia fílmicas de carreras de autos de Fórmula 1 (la historia es larga, arranca hace 48 años merced a John Frankenheimer con Grand Prix y llega hasta el verano anterior, mediante el animado Turbo) con ciertos toques de personalidad y un grado mayor de definición caracterológica de los personajes que lo usual en relatos tales. Eso le impide convertirse en cuanto deriva casi el cien por ciento de estas películas: en la yuxtaposición de carreras, hasta el cierre final del gran vencedor llevándose el campeonato del mundo tras hacer añicos el cartel de meta del último Open.
Aunque no poco de esto contienen los fotogramas del director de Una mente maravillosa, su Rush atrapa menos por sus funcionales registros visuales del correr de los bólidos (no obstante el eficaz montaje de Daniel P. Hanley y la fotografía, todo acierto, de Anthony Dod Mantle) que por observar y seguir en pantalla la relación entre los dos personajes centrales: los verídicos James Hunt y Niki Lauda, aquellos célebres setenteros pilotos de Mc Laren y Ferrari, quienes no solo sostuvieron una encarnizada rivalidad en las pistas; sino además en sus respectivas vidas.
El actor australiano Chris Hemsworth -aquí Thor, menos martillo, luce más expresivo-, y el hispano-germano Daniel Brühl asumen, de forma respectiva, las interpretaciones de los personajes del extrovertidísimo corredor inglés y su introvertidísimo colega austríaco. Ambos, dentro de sus personajes, contribuyen a la idea de Morgan/Howard de representar la absoluta antinomia de personalidades de ambos hombres, que no es otra cosa que poner en cuerda fictiva, para todos los públicos, cuanto hizo antes Asif Kapadia en el documental Senna (2010) el cual ilustraba otra famosa porfía en las curvas de la F1: la del brasilero así apellidado y el francés Alan Prost.
Cada uno de los personajes tiene tiempo en escena, en Rush, para expresar tal divergencia en imágenes; así como para remacharla en palabras. Al creador de Apollo XIII le interesa sobremanera explorar las diferentes psiquis de Hunt y Lauda; de manera que en, al menos par de escenas, redondea de manera machaconamente verbal las referidas disimilitudes humanas.
La conflictiva relación de los automovilistas halla su cenit en el campeonato mundial de 1976, en una de cuyas competiciones -el peligroso y deteriorado circuito de Nürburgring, de colmo con el terreno mojado- el cauto Lauda queda desfigurado tras aparatoso accidente, al no ser consecuente con su tan prudente como ascético sentido del pragmatismo por primera vez en su vida. Hunt gana a la larga, un poco por dicho accidente y otro por su extraordinaria pericia, el lauro mayor durante esa temporada trágica para Lauda. Óbice, empero, el cual no le impidió seguir competiendo al austríaco. Ver por televisión los triunfos de Hunt mientras él se encontraba hospitalizado constituyó su único acicate para retornar al ruedo.
Todo esto se dice, y se vuelve a decir, en Rush, donde aunque no parezca existir simpatía subyacente hacia ninguno de los bólidos (a partes iguales, Howard les propala virtudes y defectos) a la postre decanta favores hacia Lauda. Imágenes de archivo reproducen a un Niki anciano, todavía al pie del cañón como resultado de su “disciplina de vida”, mientras que en los consabidos rótulos de cierre, tan caros a las biopics, se encargan de recordar que el díscolo James murió a los 45. ¿El precio de su heterodoxia? No descartar la hipótesis punitiva en un producto mainstream, para más fabricado por el director detrás de las cámaras de El Código Da Vinci o Ángeles y demonios.

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