lunes, 29 de septiembre de 2014

Un Shyamalan 3D en la sala Patria


En su obra, M. Nigth Shyamalan (Pondi-cherry, India, 1970) explicita marcas autorales, deja siempre huellas enunciativas. Es el suyo un cine que trabaja con la sustracción factual a lo largo del desarrollo narrativo del filme, en tanto elemento potenciador del fortísimo efecto dramático generado por sus consabidos twists o golpes de timón finales iniciados desde El sexto sentido (1999). Cambios de rumbo que aventuran sus películas hacia áreas resolutivas insospechadas, por regla sorprendentes. Pero para llegar a esos cierres habituales del realizador -que suelen resignificar sus películas- no deben apurarse malos tragos baratos a lo largo de dos horas, sino en cambio degustar un estilo cautivante de tomas largas, discurrir parsimonioso, elaboradísimas y densas atmósferas de terror, modélicos climas de suspense. Esto como opción estilística de relatos de concepción minimalista, habitados por unos pocos pero interesantes seres sin mucha brújula, en busca de un lugar y una razón en el mundo. Personajes rendidos casi siempre a la melancolía o el desinterés vital, cuya delineación de un binarismo Bien-Mal de raigambre filoreligiosa resulta por lo general pivote para ocasionales reconversiones espirituales, cual sucedía en Señales (2002).

El indo-estadounidense Shyamalan, a sus 40 años, y no demasiadas películas, es un autor según el entendido europeo del término. Y, habida cuenta de que su base nutricia es clásica, hace como los grandes directores de la época dorada de Hollywood, en tanto no renuncia ni a la industria ni a las grandes estrellas. Al modo de Hitchcock, punto de referencia más socorrido a la hora de parangonar su obra impregnada de suspense, misterio y tensión. Si bien el contenido metafórico de dicho cuerpo creativo guarda escasa relación con el discurso directo del realizador de Los pájaros.
Las películas de Shyamalan nunca van a dejar de funcionar como metáforas (su El fin de los tiempos, de 2008, antecedió las observadas por obras posteriores de diferentes directores, como La carretera u otras de la variante apocalíptica). Eso es exactamente también La aldea (2004), punto creativo máximo del creador  a ojos de quien escribe: la graficación tropológica del autoaislamiento estadounidense del resto del mundo a través del engaño a su pueblo por parte de todas las administraciones, sobre todo la de Bush hijo, durante la cual fue estrenada la cinta.
En esta joyita de terror intelectual Shyamalan utiliza como arcilla para moldear su discurso temores ancestrales de la raza humana, a lo desconocido, la oscuridad, el bosque visto como territorio de lo ignoto, el miedo transmitido por narración oral. Aunque el empleo del componente terrorífico tiene un sentido dual: el referido a la propia esencia del género, asustar; y el de servir de plataforma alusiva a males contemporáneos, a la manera de lo mejor del género.
El realizador alegoriza en La aldea el modus operandi de los gobiernos estadounidenses de infundir pánico como mecanismo de control sobre la población. Lo que hizo Shyamalan fue tomar la idea central de Bolos para Columbine, de Michael Moore, para virarla de revés del documento a la ficción mediante un proceso de extrañamiento acentuador del poder parabólico de un filme que además difumina su sustancia simbólica hacia otros centros de atención: el concepto de país-concha encerrado en sí mismo por la retórica aislacionista, el poder del fundamentalismo religioso de la cúpula WASP (blancos, anglosajones, protestantes) con amplios márgenes de maniobrabilidad allí…
El cine del creador de El protegido (2000) se sustenta en la composición de fábulas morales, articuladas en los universos de la fantasía, la magia y los milagros. Por lo que no fue extraño a sus fanáticos ver cómo en septiembre de 2002 la revista Newsweek le endosaba el calificativo de “el nuevo Spielberg”. Acaso aquel uno de los escasos instantes de luna de miel entre el cineasta y los medios norteamericanos. Aun no había estrenado La aldea, literalmente achicharrada por la crítica yanki, la cual quizá no la entendió o por el contrario comprendió demasiado bien su tesis, harto difícil de permitir desde una maquinaria ideológica del imperio de tanto peso como Hollywood. Volviendo a la comparación con el director de E.T, un elemento clave diferencia ambas órbitas: el sentido operático del espectáculo de Steven nada tiene que ver con la parsimonia de M. Nigth en la puesta en escena.
 A lo Chaplin, a lo Robert Rodríguez, Syamalan produce, escribe y dirige desde los primigenios y muy poco conocidos dramas Praying with anger (1992) y Wide Akake (1998). En Filadelfia, donde llegó tempranamente de Madrás, India, este hijo de doctores, casado y con varios hijos, fundó su propia productora, la Blinding Edge Pictures. Es un tipo tranquilo quien afirma que todo el hálito mágico desprendido por su cine “resulta una reacción a lo normal y aburrida que es mi vida”.
No así su trabajo, del cual cabía esperarse venturosas sorpresas, luego de un sólido paso inicial. Sobre todo dentro del campo del fantaterrorífico, cuyo mapa moduló al desterrar de sus relatos lo gore o sanguinolento, así como la violencia y el exceso de subrayados que tanto lastiman al género, confiriendo preeminencia al componente neuronal en la trama. Aunque no pocos lo tildaron de reiterativo y de abusar de trucos y artimañas narrativas, en cada uno de sus primeros filmes nuestro hombre se renovaba.
Hasta que comenzó a dar muestras de involución en una película sosa por donde se le mire, a la manera de La dama en el agua (2006). Tras el posterior semilevantón de la citada El fin de los tiempos, recurvó hacia el trabajo al servicio de la nada absoluta en El último Avatar (2010), para confirmar la transformación negativa operada, de sopetón y sin mucho aviso, dentro de su ejecutoria.
Desde su estreno en los Estados Unidos, El último Avatar (The Last Airbender), en cartelera ahora en la sala Patria (3D), se granjeó fortísimo espaldarazo popular. Semejante devoción antes los filmes de Shyamalan era ajena desde los tiempos de El sexto sentido. Pero que la alharaca en taquillas no provoque dudas a nadie. Más allá de las a veces invaticinables recepciones del espectador estadounidense, estamos ante lo único en verdad completamente deplorable filmado hasta la actualidad por el, otrora, extraordinario realizador indo-norteamericano. Incluso blanco de más deficiencias que La dama en el agua, el anterior fiasco suyo. No obstante, dado el rédito conseguido, la cosa apunta a trilogía. Cosas veredes, Sancho, en Hollywoodland.
Entre los muchísimos puntos de atención del universo de este hombre -maravilloso, singular, pese al par de tropiezos citados- siempre concitó mi atención no solo su anteriormente comentada empatía con lo fantástico o el cine de género, sino su adoración hacia lo infantil, lo cual comparte, a través de disímiles facetas, con sus hijos. Amante confeso de la serie animada Avatar: The Last Airbender, suerte de pseudo anime americano producido hace un lustro por Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko para la cadena televisiva Nickelodeon, no nos resultaba secreto a sus seguidores que Shyamalan deseaba transportarla a la pantalla.
Difícil de creer, pero este director objeto de respeto dentro del circuito especializado de Europa o Asia pero tenido como puro fraude por buena parte de la crítica norteamericana, logró un -casi increíble para su mala fama interna- presupuesto de blockbuster cifrado en 148 millones de dólares a propósitos de ejecutar su capricho: esta historia de la guerra entre la nación del Fuego con las del Aire/Mar/Tierra; y el niño Aang, capaz de manipular los cuatro elementos.
La película, mezcla rarilla de aventura fantástica de artes marciales con panfletadas místico-espirituales, hace agua no más promediar el relato debido a la incapacidad para articular una noción de desarrollo marcada por la coherencia narrativa.
La debilidad del guion se une en infausto consorcio con la melifua mirada de Shyamalan, quien incurre en yerros amateurs al fijar el planteamiento de su filme: confusión en la diégesis, ausencia de ritmo, congestionamiento de explicaciones, sobreabundancia de diálogos innecesarios, desacertado reparto, equivocadas composiciones histriónicas -un crítico amigo me comentaba con toda razón que encontrar malos intérpretes infantiles en una película norteamericana resulta difícil, y aquí actúan mal-, pérdida del timing en las digitalmente sobresaturadas escenas de acción, soluciones incorrectas del montaje y una trama mortecina, plúmbea, causante del amodorramiento incluso en la retina del espectador más cómplice.
La proverbial sutileza del creador de obras excepcionales queda trastocada aquí en onanismo exhibicionista dominado por la maquinaria tecnológica, la fanfarria del 3 D e infografía hasta por gusto. ¿Qué has hecho, Shyamalan? ¿Dónde quedó tu cine?

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...