miércoles, 11 de marzo de 2015

De Oshún y sus raíces



En Miel para Oshún, a partir, solo a partir, de una de sus sempiternas obsesiones temáticas: vectores convergentes sociedad-individuo; nación-persona; evolución social-destino, en tanto parte de esta historia del niño obligado por su padre a marchar hacia los Estados Unidos en los´60, que regresa hombre, 32 años después en busca de su madre y un yo jamás conocido, Humberto Solás compone una lírica pieza de febriles arrebatos de humanidad y espíritu, superior a las dos películas cubanas que con anterioridad atendieran directa o tangencialmente los rostros y consecuencias de la emigración:  Lejanía, Jesús Días, 1985, y Vidas paralelas, Pastor Vega, 1992.

El fallecido maestro, quien para desgracia nuestra había acallado durante nueve años su cine hasta la realización de este filme en 2001, toma en casa el guión tejido por las manos de su hermana, Elia, se busca un team técnico de lujo (en casi todos los apartados hay estrellas de los respectivos oficios) y un cuerpo actoral protagónico -Jorge Perugorría, Isabel Santos, Mario Limonta-  al que le extrae registros de consistencia histriónica.  De otra manera no hubiera podido fraguar una película cuya narración pende de la evolución de estos tres personajes perfilados a tiralíneas en quienes, mirándolos bien, afloran o subyacen buena parte de las angustias de la variante cubana de nuestra especie -el desarraigo de Roberto, la frustración profesional de Pilar, la necesidad de “luchar” de Antonio: consecuencias directas del castigo de los tiempos-, pero también los dolores humanos comunes de cualquier hombre doquiera.  Es que Solás, ecumenista poeta de la expresión, amasa al hombre en su contexto, pero recuerda el barro compartido de todos, y de ello válese para en medio de esta balada del reencuentro llena de nervio y alma, observar el proceder de estos seres ante el azar, el roce y las circunstancias, y cómo emergen de sí los rasgos definitorios de la condición humana.
Su filme evoca en la magistral secuencia de cierre, en esa escena en que Pilar mira a la anciana del parque ¿el espejo del futuro¿, o en las del aeropuerto y el reencuentro de Roberto y la prima, al conmocional Solás de los sesenta.  Tampoco puede el realizador aherrojar su vocación operática, y corrobora su dominio del trabajo con grupos –aunque, obvio, en clave menor- en las secuencias batjiniamente carnalescas  del robo de la bicicleta y esa posterior catarsis emocional central (un poco burda para el director de Lucía) de la historia en la plaza de Gibara: cuando Roberto vomita toda su desazón por la pérdida de las raíces y Antonio muestra el envés amargo del tipo desenfadado. El personaje interpretado por Mario Limonta es utilizado como elemento desdramatizador en el viaje Habana-Baracoa, y así se en entiende el sentido primario –aunque no por ello lo comparto- de ciertos parlamentos y escenas en la parte road-movie de la cinta descarriados del tono dramático de la cinta.  La hilera de carros rotos, las guarandingas y otros avatares asfálticos inviste a la película de un tono barato a lo Guantanamera que decididamente no le va. Pese a que sepamos que un viaje largo en carretera puede convertirse en un infierno, no era la cuerda en que se movía Miel para Oshún; que ya tuvimos con nuestras comedias coproducidas para que se encargaran de eso. 
El doblaje del filme es funesto y existe una escisión abrupta de la narración en off del personaje central de los comienzos (que no sé porqué me da la sensación de una forma sin esqueleto de los soliloquios del Sergio, de Memorias del subdesarrollo, de Alea) que luego desaparece y ni siquiera tiene su encuentro circular en esta travesía concéntrica ya en las postrimerías, al cabo de encontrar Roberto a su madre -una Adela Legrá anciana quien no obstante nos transporta irremisiblemente casi cuatro décadas atrás, a la Manuela de ambos, de Solás y de ella.
 Pese a sus defectos, Miel para Oshún -nuestra histórica primera incursión en la ya mundialmente entronizada técnica del vídeo digital- constituye una obra cuya solidez la empina por arriba de la producción nacional precedente de los noventa y se erigió como fuente de inspiración y fe para cineastas y espectadores de la isla. La primera película cubana del siglo XXI, sobre todo, nos devolvió una confianza hacia nuestro cine que ya creíamos, desde entonces, en estado de extravío permanente y que luego tal pantalla nos devolvería, aunque de forma intermitente: nunca con la asiduidad deseada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...