En
Umberto D (1952), filme eterno de
Vittorio de Sica, el anciano que le da nombre a la película se aferra en su
soledad y desamparo a un perrito llamado Flike. El único intercomunicador con
el dolor del pobre hombre, excluido por una Italia a reventar entonces de desempleo
e ínfulas grandecapitalistas. Julio García Espinosa, evocando a aquella gema
neorrealista, se apareció cuando más nos mordía el Período Especial en Cuba con
Reina y Rey (1994), obra llena de
numen aunque subvalorada y poco conocida: otra especial relación de fraternidad
entre una señora y su mascota. Carlos Sorín, en Historias mínimas (2002) regala preeminencia a uno de los tres
destinos humanos interrelacionados en el relato fílmico, al de Don Justo, viejo
que emprende viaje a lo largo de 300 kilómetros de la Patagonia en busca de su
Malacara: el can que abandonó al amo tres años atrás, al dejar este sin socorro
en la carretera a un peatón atropellado. Flike, junto a una hilera de
circunstancias, hace que Umberto Doménico desista del suicidio. Rey impide que
Reina, como su ilusión, quede desintegrada en moléculas de vergüenza ante el
sabotaje del destino. Y Malacara libra a su dueño de irse directo al infierno
por el crimen, porque el hombre purgó en vida, durante 36 meses de hiriente
soledad, la consecuencia de su acto de insensatez. Tres perros, tres ancianos,
tres contextos de crisis, tres grandes películas.
Sorín
sabe, como los daneses antiguos, que el camino hacia el fondo del corazón
humano es más largo que el del fin del mundo. En esta obra de altmanianas
raíces formales en la arquitectura narrativa de vidas cruzadas, azares
interconfluyentes, itinerarios encontrados, labra, letra a letra, un precioso
poema existencial sobre las pertinencias guardadas con número de clave por el
corazón, la fugacidad de la alegría, la precariedad de los deseos, la
evanescencia de las certezas, la ironía de las falsas ilusiones, la fragilidad
sobre la que camina de puntillas la grandeza de la vida. Esto, por la sombra y
la voz de tres seres humanos en apariencia simples, como la película, mas
autoconminados a acciones que, si no desentonan con su inferida sencillez, es
debido precisamente a la complejidad de su simpleza. Mediante la consecución de
sus anhelos pretenderán estos personajes completar el puzzle inacabado de sí
mismos.
Los
objetivos perseguidos por el anciano, el representante de comercio y la
participante en el concurso de televisión -por cierto, Sorín vitriólico con la
televisión basura- procuran llenar los estados carenciales de personas faltas
de terminación espiritual, en busca de sueños y reconciliación. Como también
parece que iba la bióloga que le da aventón a Don Justo, aunque este prometedor
personaje, por lo que en sí se atisba, solo funciona como apoyo momentáneo y
Sorín lo difumina en segundos, desaprovechando cuanto podría haber constituido
otra rica veta dramática.
Están
los tres seres que sigue la trama tocados de gracia por la pluma de Pablo
Solarz, la mano del realizador y la apabullante convicción de las composiciones
de los intérpretes, quienes generan corrientes de empatía no más comenzamos a
seguirles el rastro a través de esta road-movie
por los gigantescos y solitarios parajes patagónicos, recurrentes en los marcos
espaciales del director de La película
del rey (León de Plata en Venecia ´86). Gente asumida, como en los cines
del finado Kiarostami o de Loach, por actores no profesionales -solo lo es
Javier Lombardo, en el rol del comerciante- que contra lo creído, sin sobre o
sub actuación, lograr sembrar en la pantalla y catapultarlos de esta, de tan
inspirados, a personajes en cuyas pieles parecen haber estado siempre. Un puñado
fabuloso de intérpretes naturales comandado por un celestial Antonio Benedictis
en el papel del viejo Don Justo (en la realidad, mecánico matricero de ochenta
años a la sazón, sin experiencia actoral alguna) quien carga sobre sus hombros
y echa a andar esta historia agridulce, escrita con limpieza y filmada con
total indiferencia hacia toda forma de retórica o ampulosidad verbal o visual.
Valedero
cruce entre pies de apoyo de la estética neorrealista y el concepto casi
minimalista del cine iraní en cuanto a la proyección de la intensidad dramática
en un sentido interior (o sea, desde dentro de los personajes y no a partir de
la acción que los circunda), la economía de medios de la producción, la
obliteración de lo magno-conmocional en beneficio de lo sencillo-cotidiano y la
fuga de sentidos contraria a la enfatización del realismo más machacador. Película
generosa, paradójicamente cálida en su tristeza inmanente, Historias mínimas opera de manera balsámica para removernos de la
retina y de los oídos, gracias a su nívea presencia y su sutil musitar, el
infernal ruido, la paja oprobiosa del mainstream
omnipresente.
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