domingo, 23 de junio de 2013

La isla siniestra del diestro Martin Scorsese


Desde Taxi driver, su clásico de los ´70, e incluso otros filmes de la época, el lápiz de Martin Scorsese ya venía punteando, con granito bien negro y subrayado, el mapa configurativo de un Estados Unidos-otro que no salía en postales turísticas, el cine comercial desfiguraba, la Literatura en cierta parte de las casos solo tomaba como tablero donde se movían los personajes de los relatos, y la Historia reflejaba de una forma asépticamente elítptica.
Para sopesar con arreglo a la realidad la sedimentación de los esquemas éticos, el acendramiento del sistema de valores de una nación y el punto de incidencia de la violencia dentro del proceso consolidatorio de la estructura clasista y estratificada del concepto social estadounidense, hay que ver, primero -no importa el aspecto cronológico- La edad de la inocencia y Pandillas de Nueva York; y luego El aviador, Toro salvaje, Uno de los nuestros, Casino, la citada Taxi driver, Vidas al límite e Infiltrados.

Suele mencionarse al más completo cineasta norteamericano vivo como imprescindible; pero la anterior es la causa fundamental por la que lo es este señor a cuyas películas de modo paradójico nunca le dieron un Oscar ni por equivocación hasta Infiltrados.
Si a premisa semejante se le agrega la extraordinaria capacidad de este hombre para narrar en términos cinematográficos, sincronizar casi a la perfección en su discurso la magnitud determinante del guión con la inserción en su guiñol de personajes de grandes estrellas que nunca lo fueron menos en el sentido glamoroso y nunca lo fueron tanto en su ascensión histriónica; aunado a la verdad permanente -nunca circunstancial- de una hilatura fílmica en total discernimiento del sentido  del montaje en tanto instancia expresiva per se, y el sentido operístico de concebir el elemento de la acción dentro de una puesta en escena realzada al conseguir siempre un tono único del cineasta, resultará comprensible entonces que una de sus películas pueda convertirse sin vacilación en el cocimiento mágico que despabile de la depresión de estos sosos tiempos de la pantalla  al verdadero cinéfilo.
Y si de cinefilia hablamos, la de Martin es probada, en lo grande y lo menor, que en él siempre resulta menos. Quizá ahí podría hallar cabida su última película, La isla siniestra (Shutter Island, 2010), según guión de Laeta Kalogridis sobre el libro de Dennis Lehane; no precisamente una de sus obras cimeras -recibida con frialdad durante la premier en el pasado Festival de Berlín, zarandeada por The New York Times u otros medios estadounidenses- pero sí rica e indescartable reformulación genérica que habla, una vez más, mediante locuacidad exuberante, de la pasión del viejo Marty por el cine, el juego con la intertextualidad, el trabajo con referentes-devociones históricos o nuevos signos ya incorporados al lenguaje fílmico actual. De su interés por volar al ojo de las tormentas individuales del ser humano.
La isla siniestra funciona como cronometonimia del paisaje contemporáneo del planeta -permeabilización de fronteras de cualquier índole, mutabilidad, extravío, desasosiego- y de la pantalla: espacio lúdico de cruces intergenéricos y de confluencias de estéticas diversas; diferentes raseros o moldes expresivos para asumir/entender y plasmar/resignificar lo que siempre conocimos como “coherencia narrativa”; suspensión de la incredulidad a topes máximos; caos del discurso; fragmentación del relato; hiperbolización del manejo de los tiempos fílmicos…
No, a sus 68 años el realizador neoyorkino no se queda atrás en estos nuevos escenarios cinematográficos que, para bien o para mal, son los que imperan hoy, al componer lo que no tengo otro nombre para designar que película-templo de convergencia de los dispares credos cinemáticos campeantes durante el siglo XXI, con toda con toda su deuda debida en alguna porción, tampoco despreciable, a la era televisiva 24-Lost-Flash Forward.
En esta trama armonizadora de  entretenimiento, suspenso, emoción, alto voltaje en una intriga oscura y sinuosa, actores de eficacia mayor (Leonardo DiCaprio, Ben Kingsley, Max Von Sydow, Mark Ruffalo, Emily Mortimer…), rico despliegue de producción, los típicos personajes conflictuados del universo scorsesiano y un oficio probado en la dirección, Martin -gandul inefable del gran truco de hacer cine-, se las ingenia para rubricar un discurso de voces confluctuantes que lo mismo privilegia el síndrome de “sospecha permanente” de la época Lost que igual acude al pasado más nutritivo e inyecta vitaminas pretéritas del mejor material hitchcockiano, el cine negro del Hollywood dorado, o toma de guía para el relato a una extensísima lista de pies inspirativos -a efectos de orden secuencial, encuadres, lenguaje corporal, atmósferas: todo en plan doble de alimentación y homenaje- de Wise, Torneur, Fuller, Lang, Ray, Dmytryk, Preminger, Welles, Frankenheimer, Bava, Lewton…
Scorsese articula una construcción dramática asida a dos bandas de las marcas de identidad del noir y el thriller psicológico que a considerable altura del relato burla o refrenda al delirio -según se mire- ciertas convenciones de género, al deslizarse hacia abrupta modulación del trabajo con el punto de vista y zigzaguear sobre par de planos de realidad establecidos en la dinámica narrativa a partir de la evolución de un personaje central -el agente del FBI Teddy Daniels, encarnado por DiCaprio-  que presuntamente orbita en un nivel real y otro ilusorio en esta isla-manicomio de dementes criminales. O no, nada queda claro, ni tampoco le interesa despejarlo al director de El cabo del miedo. Todo puede ser una gran fabulación mental suya, o por el contrario Daniels  formar parte en verdad de colosal intriga que involucra al gobierno, los nazis, los experimentos en los seres humanos, y encuentra en él a suculento conejillo de Indias.
En su obra de cierres abiertos a cualquier sentencia, las conclusiones son de cariz totalmente antagónico. Te enamoran o las abominas, sin estadio intermedio. Quien suscribe se afilia a lo primero, lo cual no es óbice para reprocharle al gran Martin que esta es, de todas sus películas, la más tramposilla y ganada por el afán de epatar en ese fabuloso tour de force manipulador del desenlace, la más caprichosamente disruptiva en la armonía interna del relato, la más barroca y subrayada en los recursos expresivos, la de más subtramas y alargamientos innecesarios.
Pero a la vez resulta encantadora, porque permite irte con Martin, DiCaprio y esta tanda de cuerdos/dementes a su islote tétrico de la Bahía de Boston, y ya dentro quedas preso hasta el Fin merced a la hipnosis de las imágenes de Robert Richardson, el esplendor lúgubre de sus climas realzado por la aceitada contribución sonora, la atmósfera de asfixia y miedo de sus escenas, las maneras clásicas de Leo en su angustioso Teddy Daniels: escanciado de a poquito y hasta el cuello como el mejor vino por el actor en su cuarta incursión junto al maestro.
En fin, dejémoslo limpio: dentro de la filmografía scorsesiana Shutter Island (transmitida en la televisión nacional), no será la cumbre, pero ya sea al apreciarla en el conjunto de la producción estadounidense de la década, ya sea al observarla en el género al cual pertenece, lleva dos planetas de distancia sobe el resto de la bagatela al uso.

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