sábado, 15 de junio de 2013

No es Alien, es Prometeo

Hace 34 años Ridley Scott (South Shields, 1937) ofrendó al patrimonio fílmico mundial la obra maestra del cine de ciencia-ficción de terror más impresionante y aportadora de la historia del celuloide. Alien, el octavo pasajero no tuvo comparación con nada conocido. Terror en el espacio (Mario Baba, 1965) solo constituiría para el autor de Blade Runner quizá semilla inspirativa y La cosa (John Carpenter, 1982), pese a su rango, contenía inocultables rasgos hereditarios de esa pieza de marras portadora de una alquimia dramatúrgica fraguada del enyunte entre un feraz pie imaginativo que (re) dibujaba con nuevos cinceles en el espacio sideral el subgénero de “casa encantada de donde nadie puede escapar al poder de una entidad malévola”, con el aprovechamiento diegético de cada minuto del tiempo y de cada fragmento del espacio físico para generar suspense, horror, amenaza, claustrofobia, insospechados twits o giros de timón y cliffhangers o puntos climáticos tensionales de antología.

La magnificencia visual marca Scott y el diseño de producción (verdaderos tótems de distintas manifestaciones artísticas apoyaron al inglés en departamentos tales) fueron además pilares básicos para generar la recordada atmósfera propia de esta proto-película. No se podría entender ni existiría como es hoy la sci-fi ni el fantaterror general contemporáneos sin ese filme fundacional que tuvo tres secuelas de densidades cualitativas inequivalentes (mas ninguna desdeñable), según  Cameron (1986); Fincher (1992) y Jeunet (1997).
Por obra de los mercachifles hollywooderos, a la tetralogía le colgaron luego, sin necesidad alguna, uno de los más anonadantes bodrios del género (la subfranquicia Alien vs. Depredador), lo cual alejó al padre de la saga de todo lo relacionado con la historia de la comandante Ellen Ripley y su victoria final contra aquel monstruo desolador de la nave Nostromo reventado del cuerpo de John Hurt.
A mucho ruego, Scott accedió a retomar el mito y de la mano del guionista Damon Lindelof compuso Prometeo (Prometheus, 2012), semi-precuela de Alien, el octavo pasajero, la cual en verdad conecta mejor a nivel argumental con la original durante la zona resolutiva. Sobre todo en los planos finales, mediante el nacimiento de ese bicho infernal que pondría a correr a la Ripley de Sigourney Weaver. Porque cuanto cuenta antes Ridley poca imbricación guarda, o acaso forzada (el vínculo con el ser encontrado en una tumba espacial del filme de 1979), con el universo Ellen Ripley. Y eso cuanto cuenta es lo siguiente: un variopinto tándem conformado por el moribundo magnate de cierta compañía privada (Guy Pearce), su hija (Charlize Theron), investigadores y el inevitable -y único gran personaje- del androide (Michael Fassbender) arriban hacia finales del siglo XXI a bordo de la nave Prometeo al planeta donde en presunción vivirían los creadores de la raza humana. A dicha dänikeneana teoría arriban, muy altamirianamente, tras apreciar los científicos interpretados por Noomi Rapace y Logan Marshall-Green antiguas pinturas rupestres escocesas cuyas señas remitían a esa constelación.
A lo Wachowsky en La Matriz, Lindeloff -quizá no cansado todavía de elaborar conjeturas sin respuestas tras las seis temporadas de Perdidos-, parte de tal búsqueda ¿raigal¿ para formular algunas interrogantes metafísicas más bien tontinas sobre el origen, el decurso y el final de nuestra especie; así como para tejer analogías entre la empresa de los tripulantes y el semidios griego que robó el fuego para los humanos y pagó su osadía encadenado a la roca donde las águilas devoraban sus entrañas, como pagan con la muerte su curiosidad intergaláctica casi todos los tripulantes del Prometeo, salvo la doctora Shaw de la Rapace con su ADN de la Weaver y el temple de Thelma y Louise. No resulta, empero, lo más interesante del show. Por el contrario, lo más objetable, dada la cantidad de esbozos narrativos y cabos sueltos dejados por el tapete: no ex profeso, sino debido a la incapacidad del guion para proporcionarles contenido real o despejarlos, de manera respectiva.
Lo fruitivo aquí es el puro espectáculo, lo realmente valioso en términos de puesta en escena -el mero “concepto” queda apabullado ante la ingeniería descriptiva, la impronta visual marcada por la fotografía de Dariusz Wolski, el componente sonoro, las secuencias de puro movimiento como la de la autocesárea, el pulso narrativo y no el virtual propósito ideico de la narración en sí misma- es el frenesí aventurero impuesto por Scott, quien desprovisto de todo complejo de culpa, sabedor de que no corren los tiempos de Kubrick y Hal 9000, permite galopar a su aire a una gozosa película anclada en las mejores comarcas del cine comercial, ajena a cualquier otro objetivo. El maridaje ciencia-ficción/horror gótico del largometraje del ´79, pierde clavos de unión ahora, a favor de una sci-fi variante cosmos más adherida a la configuración del canon clásico. En ningún momento existe interés por superar o ni siquiera reelaborar el icono Alien, porque ningún padre es capaz de aniquilar a su propio hijo. El director de Gladiador, el verdadero Zeus del primigenio e irrepetible caos delirante de la nave Nostromo, solo se remite a trabajar tangencialmente, con clase y estilo pero sin mucha ambición, sobre un escenario conocido, el cual orina para marcar territorio y quizá espantar a la probabilidad de nuevas monsters mash tipo Alien vs. Depredador. ¡Vade Retro¡

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