jueves, 25 de septiembre de 2014

Fight Club: experimento sobre los impulsos


El club de la pelea (Fight Club) golpea con saña en las heridas de una generación que ha llegado al colmo del aburrimiento y del desinterés hacia un estado de cosas inamovible, hacia un universo regido por fiebres consumistas producidas por la anorexia que sufre la mente humana ante un diseño, manipulado casi maquinalmente, de modos de vida. Tyler Durden, el antihéroe protagonista del filme (encarnado por un Brad Pitt metido en el mejor personaje de su trayectoria hasta aquí), es por asociación un componente portador del espíritu misfit salido de la garganta de la contracultura americana. Resulta un botón de muestra de hordas generacionales de desadaptados sociales que viene a ser una prolongación  del aliento maverick ya apreciado en aquellas primigenias películas de cuerienchaquetados de los años cincuenta y luego reafirmaban en su viaje sicodélico por las carreteras de la Unión Dennis Hopper y Peter Fonda en la antonomásica de los ´60, Easy Rider.

La película de David Fincher cuenta con un indeclinable magnetismo visual y una historia sugestiva, sugerente e inquietante. Sus propuestas conceptuales quizá le hagan ascos a muchos, como en su día sucediera con Crash, de Croneberg; o Asesinos natos, de Stone. Aunque parezca una perugrollada olímpica recordarlo, por lo que se cuenta en la historia de un filme, por muy cuestionable que sea; o por  el pensamiento y acción de un personaje, por muy negativo que sea, no debe valorarse ni la magnitud artística de una película ni, necesariamente, la plataforma ideológica de sus realizadores. No creo que en esa obra de arte llamada Herida, del maestro Louis Malle, sus trece coitos -como tuvo a bien contarlos cierta vez en estos lares una recatada señora- la hagan pornográfica, como tampoco pienso, con el perdón de Coppola quien así la vio presidiendo un Cannes, que la increíble Crash sea pornografía intelectual, pese a que lo en ella hacía la rubia canadiense Deborah Karah Unger y toda aquella fauna automovilística indujera a creyerlo. Porque Brad Pitt y su amigo Edward Norton  desarrollen esa singular estrategia de destrucción contra consumo, no podemos pensar que Figth Club alienta a ello.
Se trata de la observación (y no análisis), porque la película no intenta analizar nada y ello la hace más subyugante, de modelos de conducta irracionales de seres zambullidos en océanos de irracionalidad, quienes por salida no tienen más que el ataque. Se trata de un peculiar experimento cinemático con los impulsos humanos, semiinexplorado y atractivísimo campo. Se trata de un seguimiento imparcial del absurdo y lo absurdo, con intérpretes cuya alta temperatura actoral nos hace imbuirnos de la fiebre del filme, de ese delirium tremens que es El club de la pelea todo.
Con el filme, empero, se recuerda lo que les sucedió a los maestros Robert Altman y Terry Gilliam, quienes tenían en sus manos dos películas de smoking y el guión les dejó en calzoncillos sus Pret-a-porter y Miedo y asco en Las Vegas. A El club de la pelea la mata el guión, cuyo nudo y desenlace le mete un virus a una prometedora primera hora del filme, trastocándola de arriba abajo, y dejando en poder absoluto de su trío protagónico (donde falta por mencionar a ese maravillosa camaleona inglesa nombrada Helena Bonhan-Carter, que por otro lado, inocula un venenillo sensual muy refocilante) y de ciertas escenas de garra los destinos dramáticos de una obra rara, atípica, que la crítica americana (tenía que ser) hizo trizas en su momento, pero que bien vista, no está muy lejos de parecerse a eso que quienes tienen buena vista cinematográfica llaman "una película de mucha personalidad".  Mal que les pese a quienes les pareció más un insulto.

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