Mera
poesía de la vida en el libro de la guerra. La antítesis presupuesta por el
anterior enunciado envuelve la conceptualización filosófica de uno de los
filmes bélicos menos belicistas de la historia del cine y de, decididamente, la
película norteamericana de guerra más europea en su tempo, perspectiva dramática y modelo narrativo.
La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), la última gran
obra del género en el siglo XX, conlleva a plantearnos no solo cuán generadora
de muerte es la guerra, cosa sabida; sino cuán deudora de lecciones es la paz
de la guerra. Al punto de que, solo atrapado el hombre entre el fuego y la
sangre de una, es inigualablemente capaz de justipreciar la luz y la bondad de
la otra.
Los
personajes de la película comprenden que están abocados a algo tan innoble,
como noble consideraron -una vez-, su decisión de marchar al frente; y entre el
horror muchos comienzan a sentir que su condición, la humana, no resulta tal
allí. Que nada más lo será al calor de la paz. Una paz que ahora contornean en
la mente, con la nitidez con que se evoca lo sublime desde la barcaza de
Caronte, al cabo de los sin retornos o encenegados en el tremedal de las
desesperanzas.
Tras
justo veinte años de silencio, si se cuenta desde su obra precedente Días del cielo (1978), el mítico
realizador estadounidense Terrence Malick retornó en La delgada línea roja, lanzándonos a boca de jarro y, casi ya
perdida la preparación para cosas de esta guisa, un imponente texto dramático -afincado
en la novela homónima de James Jones- rebosante de reflexiones acerca de la
naturaleza maligna de cualquier conflagración, el espíritu belicista de algunos
hombres y la reacción de otros hacia lo irracional.
Malick
parapeta a sus personajes tras diferentes puntos de vistas para conformar un
parangón simbológico de las distintas actitudes del ser humano, sea en la
batalla o fuera de ella. Lo expresa, sobremanera, mediante ese superior
dispuesto a sacrificar a cuanto soldado fuese necesario en la toma, a los
japoneses, de la Colina 210 de la isla de Guadalcanal, en plena II Guerra
Mundial, y a través del jefe de menor rango, quien pretende hacer lo mismo pero
conservando la mayor cantidad de vidas posibles.
Este
ducho cineasta no nos quiere decir que pueden haber dos guerras, una más y una
menos sangrienta (como en la actualidad el aparato de propaganda del Pentágono intenta
hacer creer de las “operaciones quirúrgicas” y otras intervenciones
norteamericanas), sino que existen dos sistemas de pensamiento derivados de la dualidad
ínsita aniquilar/crear: verificable en toda su fuerza en el escenario de una
confrontación, aunque, en última instancia, irónico basamento minimalista del
que parten y al cual se asocian todos los demás intereses generadores de un
conflicto armado y sobre cuya inclinación a favor de la tendencia redentora y
enaltecedora de la especie comenzaremos a borrar un día esa nada tenue línea roja
de guerra que ha atravesado cada período de la historia humana, acompañándola
de luto y destrucción.
Este
filme, merecedor del Oso de Oro en el Festival de Berlín 1999 y de siete
nominaciones al -en su caso improbable- Oscar en el mismo año de Salvar al soldado Ryan, de Steven
Spielberg, se aferra a un tempo
denso, calmo, donde la línea discursiva tiende a apoyarse en divagaciones
reflexivas y reminiscencias oníricas de los personajes, mucha descripción de
ambiente y, en rigor, no tanto escarceo bélico para sus casi tres horas de
metraje.
Sus
limitaciones tienen que ver, sobre todo, con las reiteraciones de subrayados
expositivos; la saturación de personajes propiciadora de no pocas omisiones
compositivas y de calado, más allá de su carácter coral; y el uso, extemporáneo
ya para las fechas de filme y relegado a los tiempos en que Malick dejó de
filmar (si bien retomado en la actualidad y con lo cual él también se siente a
gusto en sus producciones recientes) de grandes grupos de estrellas aglomeradas
en el relato, cuya sustitución por actores menos conocidos hubiese conferido un
grado de (in) comprometimiento con el mercado aun mayor a esta franca, serena y
límpida oda antimilitarista de fin de siglo.
(Publicado originalmente en
el portal de la UNEAC).
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