Una
película como El show de Truman (The Truman Show, 1998) representaría,
en la segunda mitad del siglo XX fílmico estadounidense, la más sui géneris
metaforización de la esencia manipuladora y desnaturalizante del negocio de la
televisión en las sociedades avanzadas de consumo.
“El
fin justifica los medios” viene a ser la máxima que el filme desea desalivar
con el mismo asco con el cual la serpiente regurgita la pieza inmasticable. La
vieja sentencia, de siempre amiga del capital, es el amparo “ético” de esos
dioses de estudio, que desde la sala de edición controlan la vida de Truman
Burbanks a partir del instante mismo de su nacimiento. Un show interminable
donde aparentemente existe solo un engañado, cuya existencia es seguida en vivo
y directo las 24 horas por todos en todo el mundo.
Cuanto
cuenta es conseguir rating, mantener
la punta en las encuestas. No importa cómo; ni siquiera qué se dice o
transmite. La obnubilación del receptor, consecuencia del bombardeo constante
de lo mismo, no permite delimitar la linde entre lo permisible y lo abusivo, entre
lo televisivo y lo estrictamente personal. Por el contrario, la audiencia
condicionada rumia y procura su pasto tradicional: en la privacidad masacrada
de nuestro Truman había un poco de todo, desde el escándalo O.J. Simpson hasta
el escándalo sexual o Zipergate de
Bill Clinton.
Permanecer
arriba tiene para las cadenas televisivas un precio con nombre en el billete:
sensacionalismo. Y el show del invadido Truman, tan estúpido como epatante,
atrae a muchos feligreses de su diaria odisea o puesta en pantalla. ¿Qué
ocurrirá cuando ese hombre, despejado el engaño, deba decidir entre continuar
en su ilusorio mundo de sueños o saltar a la cruel realidad¿ Esa resulta la
gran interrogante -todo un símbolo- lanzada por el guionista Niccol y el
realizador australiano Peter Weir. La pregunta debe decodificarse al estilo de
las parábolas bíblicas: por la vía de los signos. Truman es el sujeto de la
narración, pero a la vez una representación del sujeto mayoritario que deberá
optar entre proseguir en el abotargamiento sensorial y encefálico producido por
la mentira inacabable vomitada por el televisor, o salirse del juego. Algo
difícil lo último, cuando se pre condicionan los gustos, en función de acoplarlos
a las señas de identidad de la imagen. Por ende, la mayoría no saldrá jamás, no
posee las herramientas para hacerlo. La secuencia epilogar de los vigilantes
que buscan apresurados un nuevo show al terminar el de Truman, fulgurante en su
agudeza, lo indica.
La
vida “intelectual” de decenas de millones de televidentes da vueltas dentro del
inmenso set de Seaheaven ideados por esos Christof tipificados en el filme en
el personaje de Ed Harris -suerte de deidades malévolas de la comunicación-,
para que transcurra el juego de Truman y quienes lo visionan. Un sitio donde
existe un control absoluto y al cual resulta imposible abandonar porque lo impide
un nuevo ángel exterminador: la insania mental, el propio asentimiento del
consumidor de la mercancía televisual, cuyo cerebro está formateado y
programado con base al esquema marcado por la convención.
Peter
Weir no solo nos regalaría una triste, irónica, conmovedora, hermosa película
de planteamientos hábil y originalmente puestos sobre la mesa, sino que además
fraguaría una obra cinematográfica que desde el punto de vista formal suma
enteros artísticos merced a su estupendo manejo de cámaras (hay aquí un
hermanamiento total del hecho fotográfico a la singularidad del relato; las
tomas más inimaginables para la época hacen cómplice al espectador de la
violación de la intimidad del personaje central y la engañifa en curso) y una
banda sonora de lujo que incorpora algún tema original de Bruckard Dalwitz y la
mano maestra de Wojciech Kilar, al frente de la Filarmónica Nacional de
Polonia.
Weir,
además, tal cual hiciera con el finado Robin Williams en El club de los poetas
muertos, saca osadamente del terreno del humor a Jim Carrey y lo conduce a
una formidable actuación dramática en el rol de Truman, en la cual el
canadiense halla la estatura de artista y se mofa de todos aquellos que vieron
en sí a un simple payaso. Weir logró esto muchísimo antes que el francés
Michael Gondry en el cine primero y ahora en la televisión, mediante la recién
terminada serie de Showtime denominada Kidding.
Pero
ese no fue justamente su mayor adelanto. El poder de anticipación del filme
radica en su fidelísima premonición (tanto que provoca miedo) de lo que iba a
convertirse el medio en los actuales tiempos de la telerrealidad y los rasgos
extremos dimanados de tal formato en casi todas partes del mundo: humillación a
los seres humanos, promoción rampante de antivalores, invasión absoluta de la
privacidad y sobresaturación de estupidez. La misma profetizada por la
inolvidable Idiocracia (Mike Jugde,
2006): la película que predijo este jodido universo imbécil del reguetón,
Donald Trump y las fotitos del día a día en Facebook, et al.
El show de Truman,
vista hoy a la altura de los veinte años de su estreno, mantiene extraordinaria
vigencia y nos hace esbozar una sonrisa amarga. Ora nos envuelve en su
patetismo, ora desconcierta por su temprana advertencia del poder ostensible
que algún día alcanzaría el reality,
con su consustanciales efectos nocivos.
Niccol
y Weir se encargaron de apuntar, mediante peculiar poesía fílmica, que el
planeta se convertiría en un rebaño dócil dirigido por los dueños-dioses de los
medios de comunicación y las fuerzas e intereses dominantes que los respaldan y
dictan su agenda.
(Este texto fue publicado originalmente en el
portal de la UNEAC).
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