Cuanto
le confiere aliento humano, dimensión ontológica a una película como Rounders (John Dahl, 1998) es su
reflexión en torno al signo ineluctable del destino del jugador, ser cuya única
“redención” podrá encontrarse junto a la mesa sobre la cual baraje suerte,
dinero y -dicen todos ellos- talento.
En
este drama de jugadores, Dahl prestó atenta mirada a las preocupaciones del otro, que el gran cine comercial
norteamericano, uniformado como ninguno del planeta, declina. En este caso al
espíritu de hombres (auto) ofrendados a algo que desde fuera pudiéramos llamar
diversión, obsesión, acto enajenante o enfermizo; pero que en el interior de
tales personas se identifica como pasión, pulsión, incluso razón de vivir.
Dahl,
clarividente señor ondulante entre el
indie y el mejor cine de estudios, hace una vivisección a un modo de vida.
Nunca desde posiciones admonitorias, sino fraguando un documento ilustrador,
siempre objetivo, pertrechado de la clásica y creo que inevitable visión
dostoievskana del fenómeno, aunque con una manera mucho más desenfadada de
entenderlo/expresarlo.
El
personaje central de Rounders,
interpretado por Matt Damon, no abandona su bote ante los oleajes intempestivos
del azar (literalmente el elemento definidor del juego), antes bien haya su
marea y marca proa hacia la playa de sus sueños: la añorada Las Vegas, la misma
que o bien puede aniquilarlo o bien puede llevarlo a ponerle el anillo de
matrimonio a la gloria. Y él apuesta y está convencido de lo segundo.
Camino
a ese su objetivo, comprende que debe romper vínculos con el compulsivo amigo
que constantemente lo mete en aprietos. En tal personaje, compuesto con honda
autenticidad por Edward Norton, el guion escrito por Brian Levien y Brian
Koppelman acentúa el concepto de Dostoievski en su novela El jugador (1867) sobre la autodestructividad inherente de dichos
sujetos. Si bien el largometraje, acorde con su acercamiento desdramatizadamente
poli óptico al asunto, no se casa con la exposición de un único derrotero y
tras el mutis de Norton seguimos los pasos de Damon hasta ese gran juego final
de póker cuyos resultados motivarán el peculiar giro dramático experimentado al
cierre por la narración.
Ya
a dicha altura, el personaje, de una forma harto peliculera que riñe con todo la
filosofía conceptual del metraje previo, destroza a su oponente, en rutinaria
extrapolación del planteamiento coreográfico del cine de boxeo al escenario de
una mesa de póker. Al adversario en dicha liza lo encarna un descarriado John
Malkovich, masacrador de la escena con su insufrible acento ruso (veinte años antes
de su temporada en la serie Billions,
donde lo sigue repitiendo) y ese tambaleo en la cuerda de “quiero aparentar
tanta naturalidad que apenas actúo” o “actúo tanto que mi falsa naturalidad se
delata”.
Pese
al desaguisado conclusivo, Dahl elaboró una solvente película, en la línea de
recordados largometrajes de jugadores corte The Hustler o El color del
dinero. En lo personal, se trató de
un alejamiento argumental y genérico de todo lo antes hecho por este realizador
estadounidense. Y remarcaría sus dotes para proporcionarles espacio en pantalla
a personajes inquietantes, a la manera de los aparecidos en sus filmes Red Rock West (1993) e Inolvidable (1996); así como para
narrar fluidamente, tal cual hiciera en La
última seducción (1994).
Lamentablemente,
no obstante la eficacia de su obra y sus notables conocimientos fílmicos, este
vivificador del neo-noir nunca plantó
un bombazo taquillero que lo remitiera a la primera liga comercial de la
industria estadounidense. Más desafortunado aun es que su nombre hoy día casi
ni se relacione con el cine y solo sea vinculado por las nuevas hornadas
mundiales de espectadores a la televisión, territorio donde a lo largo del
siglo en curso ha dirigido episodios para Californication
y Homeland (Showtime), True Blood (HBO), Breaking Bad (AMC) y House
of Cards (Netflix), entre otras series.
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