jueves, 6 de noviembre de 2014

El crimen de Álex


Lo de Álex de la Iglesia siempre fue eso: plantarle un trancazo en la mollera a la convención. Tal ha sido su inveterada estrategia, desde los tiempos nauseabundos de Perdita Durango, pasando por la gozable El día de la bestia, esa rica gamberrada de La comunidad, el marmitako-western 800 balas y el desmadre de Crimen ferpecto, siempre antes de llegar a su cerebral ejercicio de género Los crímenes de Oxford (2008). En su inopinado desplazamiento hacia comarcas del suspense clásico, el bilbaíno y su coguionista eterno Jorge Guerricaechevarría parten de la novela del argentino Guillermo Martínez para componer una pieza cuya solvencia narrativa, cuidado en el cuerpo de diálogos y capacidad visual no la eximen de ser la mixtura en versión cine globalizado (esto es, las coproducciones llenas de estrellas y técnicos de aquí y allá) de un típico whodunit americano embadurnado con un poco de la duda ancestral de Wittgenstein sobre la verdad (“?Podemos llegar a conocerla realmente alguna vez¿”) y lucubraciones matemáticas (la tan famosa como llevada y traída sucesión numérica de Fibonacci).

Sin convertirse del todo en una desvaída formulación “matrixada” de filosofía de manual aplicada a un relato fílmico de mistery murders, a uno lo embarga el agobio ante este pitagórico vademécum y extraña a mares la marca autoral de De la Iglesia, la causticidad sello de la casa, su imaginería gótica, su inconformidad con la academia, el hálito berlanguiano del creador. Tanto como repudia esta densidad a ultranza, la gelidez genésica del planteamiento dramático o el subempleo de Leonor Watling en este huero personaje de ecuación sexual de alivio del par de matemáticos sajones John Hurt y Elijah “Frodo” Wood. La misma seriedad con que Álex se toma el encargo, unido a la meticulosidad de la trama en el detalle junto al regodeo intelectual del relato hacen que Los crímenes de Oxford ponga el listón de los thrillers criminales más alto que a la usanza del canon, quedando claro que el rasero se marca por cosas como la indecente El Código Da Vinci, -es verdad-; pero lo que se dice aportar poco aporta a campo tan auspiciosamente explorado desde la era Hitchcock. No parecerá un terrícola verbenero en Plutón, pero De la Iglesia pisa aquí territorio poco propicio para su temperamento, que no mucho le debe, ciertamente, a la flema oxfordiana y sí bastante al esperpento, la maledicencia quevedesca y su proverbial visión exegética del mundo y las cosas a trasluz de un visor de reminiscencias tan naives como las que cabrían atisbarse en un cómic de Mortadelo y Filemón.

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