domingo, 24 de febrero de 2013

Esther en alguna parte: un filme a la gloria de Reynaldo Miravalles y Enrique Molina

El escaso cine cubano de ficción cuyos personajes centrales son ancianos posee particular encanto, desprendido de la empatía generada entre el espectador y seres quienes -en la última vuelta a la carrera del ocaso- intentan aferrarse a un algo, un qué o un quién. Con ello están dejando por sentada, para sus interlocutores silenciosos de la sala, la parábola misma de la existencia, consistente en asirnos a mecanismos de estímulo en tanto resortes vitales o sistemas de propulsión de las emociones, tan requeridas por nosotros los humanos. Se asía a dicho mecanismo Consuelito Vidal en esa aun no reconocida obra maestra llamada Reina y Rey; Verónica Lynn en el todavía poco difundido cortometraje Martha; o la preterida esposa del magnífico dibujo animado Veinte años, con mucho menos fortuna que las anteriores en su caso. Se asen los personajes compuestos por Reynaldo Miravalles y Enrique Molina en el estreno nacional: Esther en alguna parte.

La jamás aparecida señora del título opera de tal modo -palo, bastón entre el cerebro y el pecho- en términos sentimentales, volitivos, aunque en conceptos cinematográficos el realizador Gerardo Chijona la emplee casi al modo de mcguffin (de forma clara: mero pretexto argumental, según el término entronizado por Hitchcock) sobre el cual este entrañable añoso par de vejetes facen y desfacen entuertos, creen o liquidan imágenes o ideas preestablecidas, dialogan sobre las apariencias y las falsas certezas, transfunden pautas conductuales, establecen pareceres contrapuestos pero no excluyentes en torno al sistema de ingeniería más poderoso inventado para echar a arrancar la raza: el amor.
Dicha relación de contrarios, tan cara a la pantalla, es explotada con riqueza por el director en la que pienso su película más gozosa, querible, perdurable. La de mayor sensibilidad e impacto emocional auténtico. No barato, ni canallescamente sensiblero, a lo Televisa u O´Globo. Gerardo consigue poetizar desde posición interpretativa el poder inconmensurable de la emoción. Lo anterior, algo hermoso y rarísimo como mezclar a Descartes con Whitman leído por Cocteau, se dice fácil; conseguirlo solo es dable a un artista.
Más allá de cualquier irregularidad de sus puestas en pantallas o debilidades del guion (es) previas, siempre escribí que los personajes del cine de Chijona -si excluimos la execrable Un paraíso bajo las estrellas- sobresalen por su rotundez dramática. Esther en alguna parte, clásica, prototípica, paradigmática cinta de grandes personajes, en nada desdice, antes bien confirma, el aserto. La última película, algo bogdanovichiana en eso, de Chijona representa auténtica ofrenda a ítem tan primordial del relato cinematográfico, entregada a dos monstruos de la interpretación en Cuba: Reynaldo Miravalles, fundador del celuloide post-1959, aquel inolvidable guajiro Melesio… y Enrique Molina, el inigualable Silvestre Cañizo de Tierra Brava o el estupendo actor de innumerables largometrajes dirigidos por las más diversas firmas autorales.
Cuanto el director de Adorables mentiras y Perfecto amor equivocado nos pone en pantalla deviene convite al paladar cinéfilo. Estamos viendo a la leyenda haciendo cine. Los dos hacen acto de autofagia -en el mejor sentido- con su papel, porque los devoran; saborean cada célula, núcleo nervioso y compuesto sanguíneo para devolvérnoslos regurgitados y convertidos en entidades compositivas uniformes pero a la vez múltiples, atomizadas, conflictivas. Para disfrutar, mediante fruición selecta, a ambos por igual: es cual ver juntos a Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi, a Walter Matthau y Jack Lemmon o recordar al propio Miravalles y a Enrique Santiesteban en Las doce sillas. Mas, Molina sobresale, porque su Larry Po (o Pierre Mérimée, Abdul Simbel o la pléyade de apelativos asociados a sí) demanda mayor expansión de registros, pese a la existencia de asomos de caricatura en alguno de los sub o intrapersonajes en quienes se desdobla. Hay instantes, quizá sean los 90 años del actor pesando aquí o su lejanía del cine nacional desde Quiéreme y verás (1993), donde Miravalles parece un tilín afectado, sobreexpuesto, en su Lino Catalá. No obstante, son detalles menores. Es extremada, plausiblemente sano para la pantalla cubana que, justo después de la labor histriónica de Laura de la Uz en La película de Ana, emerja otro exponente fílmico capaz de trascender para la historia por la dimensión de sus actuaciones. Dignas de competir en Cannes y Venecia.
En tanto obra general, Esther en alguna parte, según la novela homónima de Eliseo Alberto Diego, posee otras virtudes, y entre ellas la vivacidad de la narración, la simpatía de los diálogos, sus hilarantes situaciones, las composiciones de algunos secundarios (ese Luis Alberto García de agente, tras los Nicanor, es franca coña del realizador; los minutos de Paula Alí, otro banquete) o la magnífica partitura de José María Vitier no resultan menores.
Ahora bien, ni es tan original el relato cuanto pudiera parecer, o pretender, ni funcionan del todo algunos de sus recursos. Amén de sobrar dos o tres personajes cosméticos, los cuales nada aportan al relato. La literatura y la comedia cinematográfica han exprimido hasta la saciedad la cuestión de los pares/dispares. Por ello, la proclividad a incurrir en lugares comunes o repetir fórmulas es muy común: la inversión (psicológica) de roles postrera: el más acusado en la trama. No convence tampoco el planteo naïve al configurar la doble vida de Maruja (Daisy Granados en uno de los roles suyos que menos recordaremos), no nimio en conceptos argumentales a los propósitos de la permanente búsqueda de Lino y compañero. Precisó requerir delineado más preciso, mayor grosura. Recordemos que Esther es el mcguffin, como la estatuilla de El halcón maltés, y Maruja el verdadero foco de atención (aunque a la larga el relato tienda un algo pueril engarce narrativo de unificación), en torno al cual se fragua el superobjetivo temático: esta historia de camaderil unidad de las antípodas. Más allá de estar en el territorio del Cine y exista cierto concepto llamado “suspensión de la incredulidad”, el guionista Eduardo Eimil Mederos debió preguntarse acaso: ¿cómo no pudo Lino, siendo su esposo durante un cuarto de siglo, colegir al menos indicios en torno a la doble identidad vivencial, sensorial, sexual, profesional de su compañera?


1 comentario:

  1. buenas Julio, mi nombre es Javier, estudiante de periodismo. estoy realizando una tesis sobre crítica cinematográfica y me gustaría enviarle un cuestionario sobre el tema. Disculpe que me ponga en contacto con usted por acá pero es que no tengo otra forma de contactarlo. espero su respuesta. saludos, javier

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