Es el western un tendencioso género, al potro del arquetipo y la fantasía, mucho menos simple y desintelectualizado (o desideologizado) de lo supuesto en su día por Tom Mix. Estuvo repleto -ya poco después de Edwin S. Porter y durante extenso trecho de su etapa primitiva/clásica-, de falsificaciones históricas y virilísimos relatos de mitificación heroica o cuentos morales con la visión de un vencedor, por regla envuelto en aureolas de glorificación, cuyo postulado ideológico de “mi rifle, mi pony, mis testículos y yo” exacerbó, deglutió o simplemente enmarcó en celuloide un cuadro representativo de los antivalores fundamentales sobre los cuales fue cincelada la mentalidad de cierto prototipo de ciudadano norteamericano. Y, por añadidura, levantada la nación y luego el sistema imperial de los Estados Unidos de América.
Sin embargo, representa también -no solo lo conocía Andre Bazin, sino hasta los más furibundos detractores- una comarca especial de la pantalla. No por constituir pasto entrañable de la historia común de muchas generaciones de espectadores, sino por erigirse en centro gravitatorio de hawksiana singularidad donde el séptimo arte cabalga a su aire, transpira libertad, rezuma emoción destila donaire y en el cual la trinidad cinemática personaje/narración/espacio, aludida por Gilles Deleuze en sus estudios sobre la imagen-movimiento, halla particulares connotaciones. Cine de entorno único: “el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera…”, diría Jorge Luis Borges.
Como el personaje central del inefable western de Alejandro Jodorowsky El Topo (1970), aquel pistolero-redentor de fenómenos quien en las secuencias finales se resistía a morir pese a los mil balazos que rebotaban contra su cuerpo, el género sobrevive, una y otra vez, a las palas y ataúdes de sus enterradores. Y ahora resurge en la Argentina, machihembrado al allí históricamente trabajado subgénero gauchesco, pero con los mismos prototipos, arquetipos, motivos-bases dramáticos del género-madre (venganza, universo sin ley donde impera la del más fuerte…) e incluso escenario (la pradera, pista franca del pistolero), más allá de las diferencias geográficas de ese norte nacional fotografiado en Aballay, el hombre sin miedo (Fernando Spiner, 2010) y el oeste estadounidense de Ford, Wellman, Hawks, et al.
El filme de Spiner -según cuento de Antonio di Benedetto, de estreno en las salas del país-, comienza con el asesinato de un padre ante los ojos de su hijo, por parte del temible bandolero gaucho Aballay. El pequeño se esconde en un cofre dentro de la diligencia asaltada. Brota tanto miedo, dolor y desprecio de sus ojos negros al ser descubierto por el homicida, que el criminal, asqueado de la ignominia cometida, fija al recuerdo eterno de esa mirada su decisión irrenunciable de realizar el bien a partir de ese momento. De ahora en más, el ex cuatrero se convertirá en el Santo del pueblo. Penitente, no baja de su caballo, casi a la manera de aquellos monjes estilitas de la Edad Media, instalados en los extremos de las columnas en pos de expiar sus pecados lejos del suelo donde erraron. Pero pasan diez años y Julián, el huérfano, viene a cobrar venganza. Contra el antiguo forajido y contra toda su antaña banda.
Como se aprecia con facilidad, poco hay de original en una historia como esta, salvo lo de la penitencia equina del hombre sin miedo. Pero, pese a ello, el realizador de La sonámbula (1998) se las ingenia para sacar adelante una película cuyo valor antropológico -la disección a bisturí sin complejos del bestial micromundo ultramachista y patriarcal de los gauchos de los Valles Calchaquíes- no desentona con el acompasado ritmo narrativo, su válida reflexión en torno a la violencia, la labor histriónica -sobre todo de los actores que encarnan personajes negativos, en especial el Claudio Rizzi de El Muerto- el delineado del ínsito carácter binario de los personajes centrales del perseguidor y el perseguido (ambos luchan por acomodar el bien dentro de sí, aunque el mal los corroe), el elemento sonoro y el rotundo trabajo visual de Claudio Beiza derramado sobre estos fotogramas.
En la tierra de La guerra gaucha, Pampa bárbara, El último perrro, Nazareno Cruz y el lobo, Juan Moreira y Furia infernal, Spiner no desdora a sus precedentes de la “gauchesca”, antes bien les rinde tributo, específicamente a los precursores de ocho décadas atrás; si bien el tiempo histórico, a su favor, le permite eludir pretéritos clichés de aquel cine y ser más tajante que los Demare y Fregonese de los ´40 o el propio Leonardo Favio setentero. Sin embargo, al tiempo que la frontalidad sin reservas de los postulados asumida por los escritores del guion -Fernando, junto a Javier Diment y Santiago Hadida-, de conjunto con los aciertos formales, hacen por jalonar la obra hacia el terreno de la perdurabilidad, incongruencias dramáticas del cierre, ciertas soluciones infantiloides y la mal rentabilizada subtrama romántica de Julián con la nativa escoran bastante la nave fílmica ya camino al puerto terminal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario