Acostumbrado como está el
espectador a la ortodoxia de la narrativa hegemónica, quizá al hacerle frente a
una película semejante a El camino de
San Diego (Carlos Sorín, 2006) pueda sentirse algo distante ante un concepto
de la puesta en escena que casi reniega de ella.
Aunque, si está conectado
con el cine del director de Historias mínimas y Bombón el perro, comprenderá que este
camino autoral devino, por convicción, pauta morfológica primaria de las obras
de un hombre mucho menos interesado en “narrar” en la línea aristotélica que en
configurar climas, constatar la imbricación ontológica del individuo a su
realidad telúrica, pulsar el mapa emotivo de personajes (quienes a la larga no
suelen ser más bien tales, según el entendido del guión tradicional, sino no-actores
representados a sí mismos) desde el ecuador de una sensibilidad entrevista
sobre la base de su contribución a elevarlos en tanto seres humanos.
El director de La película
del rey llevó lo anterior a un plano meliorativo casi insuperable en Historias…,
para luego reeditar, sin igual lustre pero también con beneficios artísticos,
la ecuación en Bombón el perro… Y, a la tercera (El camino…), bueno, a veces va la
vencida, o la media vencida cual es el caso. Ya estaría bien que Sorín vaya
pensando en replantearse sus conceptos de desesquematización constructiva de su
“documentalismo ficcional”, porque de seguir este paso lo que estará cimentando
en breve será su propio edificio del esquematismo.
El camino de San Diego
constituye otra road- movie (subgénero consustancial a la ejecutoria del
cineasta argentino) agradable, bondadosa, llena de bonhomía pero que a resultas
de ello está habitada por tanta “gente noble de pueblo” que cuesta un poco deglutirla. San Sorín
apuesta por un mundo mejor, y eso es harto plausible en esta era de vómito
donde la especie pareciera en fase de mutación letal -Chomsky dixit-, pero se
le está yendo la mano.
En el trayecto del personaje
central (un muchacho de Misiones fanático de Maradona quien emprenderá largo viaje hasta Buenos Aires para llevarle
al astro, internado en una clínica por problemas cardíacos y de drogadicción en
2004, la raíz de árbol en cuyos contornos cree ver reflejado a su venerado 10
albiceleste), habrá derroche de buenas vibras, cartománticas motivadoras,
campesinos amables, camioneros magnánimos, prostitutas soñadoras, amotinados
comprensivos…, en fin, una colmena afectiva por donde no se acerca ni un moscón
dramático; léase giro acentuador de conflictos.
Nuestro Tati, personaje central
creado con calidez, humor y
dubitaciones, aunque con demasiada ingenuidad (deliciosamente actuado,
valga decirlo ahora, por el empírico Ignacio Benítez: hazaña cotidiana de los
filmes del realizador) llevará su pedazo de árbol con cara de deportista a la
capital, en un periplo donde compulsaría más a cierto narratario en mi órbita
de gustos percibir la voluntad de registro antropológico de la trama, o el
reflejo de esa pobre Argentina profunda preterida antes vista en El cielito y
otros filmes devuelto por estas imágenes, que los planos de lectura remitentes
a la “épica solidaria”, al “poder de la
voluntad” y toda esa buena leche más necesaria de rociarla sobre el mundo real
a través de los hechos diarios que desde la lejanía idílica de unos cuantos
fotogramas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario