Como
sospechaba este comentarista muchas semanas antes de la premiación, Winter´s
bone, la película más “independiente” -si bien el término a la fecha es ya
cuando menos ambiguo y contiene varias subcapas de análisis que no vienen a
cuento destripar ahora- no iba a llevarse ni las gracias en la edición del
Oscar de 2011. Lesa injusticia, no poseía rival entre las diez nominadas, pero
como el año pasado le otorgaron la estatuilla a ese paradigma del “nuevo cine
bélico imperialista de corte intelectual” titulado The hurt locker, también
clasificado como “indie” (y con el cual, por cierto, soltaron la baba hasta
críticos del planeta considerados de izquierda), resultaba del todo imposible
el doblete.
Desde
inicios de 2011, e incluso antes, el veredicto estaba cantado. Ningún tanque,
ni siquiera la por muchos preferida La red social, podría contra la película
defendida por esos extraordinarios promotores naturales que son los hermanos
Weinstein. El tío con tinte de oro iría a manos de El discurso del rey (The
King´s Speech), una de las “presidenciables”; o sea, el tipo de películas
hechas al molde y gusto de la Academia. Tanto que los miembros del “selecto”
comité le concedieron otros tres espaldarazos: el de dirección para Tom Hooper;
el de guión original para David Seidler y el de mejor actuación protagónica a
Colin Firth: cuarteta envidiadísima que nadie acaparaba desde El silencio de
los corderos, casi dos décadas atrás.
Este
es un largometraje (reestrenado ahora en Cuba) que se podría mostrar en las
escuelas de cine como representativo de un modelo de practicar tal expresión
audiovisual desde los conceptos más ortodoxos e inmutables de lo académico.
Aherrojado bajo los fórceps de la convención, sujeto a una estructura rígida
que no le permite airear la trama en momento alguno, el filme pertenece a otra
época (aunque por desgracia su “estilo” ha sido y seguirá observándose hasta el
hartazgo por norteamericanos o británicos, no quepa duda a nadie) y no a la
franja de la pantalla interesada en explorar nuevos perímetros narrativos, en
escrutar con linternas de espeleología psicológica los entresijos a veces
insondables del alma humana, en movilizar las dinámicas expresivas del montaje
o el hecho total cinematográfico.
La
coproducción anglo-norteamericano-australiana dirigida por Hooper (Damned
United, Red Dust y varias teleseries) bebe de tres manantiales, donde le
obsesiona abrevar al gran cine comercial anglosajón: la biografía ejemplar, el
relato de crecimiento humano o fábula de superación y el cuadro del
discapacitado genial a lo Rain Man, Forrest Gump, I am Sam, et al. Al verla
también merodeaban por mi mente los fantasmas de múltiples piezas, metidos sin
vacilar en su eje maestro, desde Shakespeare apasionado hasta Ray, desde Shine,
Mi pie izquierdo o Una mente brillante hasta La joven Victoria o Slumdog millonaire… O de varias teleseries de la HBO y la BBC en torno a la realeza
british. De la ochentera Paseando a Miss Daysi, of course ¿no recuerdan la
relación arcangélica del chofer y la señora? Si no lo hacen, no se preocupen,
pues ni aquella ni El discurso del rey traspasarán los umbrales del mañana.
La
conocida vicisitud fonética del monarca tartamudo Jorge VI (Colin Firth en El
discurso…), quien gagueaba y fue enseñado a articular panfletadas completas por
un autodecretado logopeda maravilloso de la tierra de los canguros, estaba que
ni pintada para continuar el mutuo romance hollywoodino-londinense de alabanzas
a la monarquía de Albión. Tal devoción la manifiestan de forma recurrente en
sus apuestas o predilecciones, donde siempre sale muy bien parado el reino de
sus majestades del archipiélago europeo. Algo de amor les queda a los norteños
de las Trece Colonias -sobre todos a quienes integran la Academia- por la
metrópoli, un imperio tan sanguinario a lo largo de la historia como lo es el
estadounidense ahora, asunto del cual aquí no se hace ni siquiera somera
alusión, por supuesto. Como tampoco, cual significara
Christopher Hitchens en su ensayo Churchill no dijo eso, Radar, 6/2/11, de cierta
vinculación del monarca, padre de la actual reina de Inglaterra, y su hermano
mayor David (Eduardo VIII) con el fascismo.
Para
que Bertie -como le decían en casa al duque de York antes de convertirse en ese
soberano de no demasiadas luces nombrado Jorgito Sexto-, llegue al clímax de su
autorrealización personal al pronunciar la histórica declaración de guerra a
Alemania durante la II
Guerra Mundial, merced en grado sumo a la labor de su
insistente terapeuta-psicólogo Lionel Logue (Geoffrey Rush), hay que soportar
dos alargadísimas horas de cine predecible, fosilizado, de qualité.
Políticamente correcto e interesado en remarcar los “valores” occidentales y
ese gran timo sobre el cual se levantó la cultura gringa de que “todo el mundo
puede llegar a conseguir lo que quiere”. Cuando las generaciones futuras
visionen películas semejantes se reirán de cuanta estulticia motivacional fue
filmada en este mundo. O, a lo peor, no. Como vamos hoy, de cierto no lo sé.
Está
claro que El discurso del rey tampoco es un desastre. Según los raseros de lo
que se entiende como una puesta en escena correcta, constituye un filme
solvente, pese a la grandilocuencia y alambicamiento de varios ángulos de la
funcional fotografía de Danny Cohen, con mucho plano y contraplano. Sería como
aprobar un examen de tránsito sin haber pisado un auto que una cinta de tal
moldura no contase con una precisa reconstrucción epocal, en tanto tarea
ineludible del diseño de producción (cada aspecto de este último ítem resulta
de veras exquisito, si bien no porta este exponente la fastuosidad de otros “de
época”).
Y
sí, cómo no, el dúctil actor británico Colin Firth y su colega australiano
Geoffrey Rush, dos histriones de primera fila de la industria fílmica de habla
inglesa, componen con maestría sus respectivos roles, de cuya interacción emana
algún chorrillo humorístico que baña ciertos diálogos y descondensa un tanto el
ditirámbico filme. “La representación de Firth es un tour
de force del lenguaje corporal concentrado en los ojos y la boca. Incluso
cuando su voz y expresión cambia de soberbia, a un tono desafiante o a
desesperación, Firth se esfuerza por mantener una actitud noble", apreció
un crítico de The New York Times.
Sin degradar un átomo el trabajo de Colin, sucede que
a su contra cuenta con que ya son demasiados cojos, gagos, tontos, autistas o
ciegos que se superan y se superan hasta el infinito y más allá en la pantalla
occidental. Está bien para Buzz Ligthyear, pero caramba, sinceramente el tema
aturde por lo reiterativo. Si en realidad hubiese una pizca de seriedad en la Academia, al intérprete
debieron haberle concedido el Oscar por su profesor de literatura gay de A
single man en 2010; no ahora. Su recompensa actual no se trata tanto de un
premio, como del pase de mano académico al discapacitado fílmico de turno.
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