Desde Taxi
driver, su clásico de los ´70, e incluso otros filmes de la época, el lápiz de Martin Scorsese ya venía
punteando, con granito bien negro y subrayado, el mapa configurativo de un
Estados Unidos-otro que no salía en postales turísticas, el cine comercial
desfiguraba, la Literatura
en cierta parte de las casos solo tomaba como tablero donde se movían los personajes
de los relatos, y la Historia
reflejaba de una forma asépticamente elítptica.
Para
sopesar con arreglo a la realidad la sedimentación de los esquemas éticos, el
acendramiento del sistema de valores de una nación y el punto de incidencia de
la violencia dentro del proceso consolidatorio de la estructura clasista y
estratificada del concepto social estadounidense, hay que ver, primero -no importa
el aspecto cronológico- La edad de la inocencia y Pandillas de Nueva York; y
luego El aviador, Toro salvaje, Uno de los nuestros, Casino, la citada Taxi
driver, Vidas al límite e Infiltrados.
Suele
mencionarse al más completo cineasta norteamericano vivo como imprescindible;
pero la anterior es la causa fundamental por la que lo es este señor a cuyas
películas de modo paradójico nunca le dieron un Oscar ni por equivocación hasta Infiltrados.
Si a
premisa semejante se le agrega la extraordinaria capacidad de este hombre para
narrar en términos cinematográficos, sincronizar casi a la perfección en su
discurso la magnitud determinante del guión con la inserción en su guiñol de
personajes de grandes estrellas que nunca lo fueron menos en el sentido glamoroso
y nunca lo fueron tanto en su ascensión histriónica; aunado a la verdad
permanente -nunca circunstancial- de una hilatura fílmica en total
discernimiento del sentido del montaje
en tanto instancia expresiva per se, y el sentido operístico de concebir el
elemento de la acción dentro de una puesta en escena realzada al conseguir
siempre un tono único del cineasta, resultará comprensible entonces que una de
sus películas pueda convertirse sin vacilación en el cocimiento mágico que
despabile de la depresión de estos sosos tiempos de la pantalla al verdadero cinéfilo.
Y si de
cinefilia hablamos, la de Martin es probada, en lo grande y lo menor, que en él
siempre resulta menos. Quizá ahí podría hallar cabida su última película, La
isla siniestra (Shutter Island, 2010), según guión de Laeta Kalogridis sobre el
libro de Dennis Lehane; no precisamente una de sus obras cimeras -recibida con
frialdad durante la premier en el pasado Festival de Berlín, zarandeada por The
New York Times u otros medios estadounidenses- pero sí rica e indescartable reformulación
genérica que habla, una vez más, mediante locuacidad exuberante, de la pasión
del viejo Marty por el cine, el juego con la intertextualidad, el trabajo con
referentes-devociones históricos o nuevos signos ya incorporados al lenguaje
fílmico actual. De su interés por volar al ojo de las tormentas individuales del
ser humano.
La isla
siniestra funciona como cronometonimia del paisaje contemporáneo del planeta -permeabilización
de fronteras de cualquier índole, mutabilidad, extravío, desasosiego- y de la
pantalla: espacio lúdico de cruces intergenéricos y de confluencias de
estéticas diversas; diferentes raseros o moldes expresivos para asumir/entender
y plasmar/resignificar lo que siempre conocimos como “coherencia narrativa”;
suspensión de la incredulidad a topes máximos; caos del discurso; fragmentación
del relato; hiperbolización del manejo de los tiempos fílmicos…
No, a
sus 68 años el realizador neoyorkino no se queda atrás en estos nuevos
escenarios cinematográficos que, para bien o para mal, son los que imperan hoy,
al componer lo que no tengo otro nombre para designar que película-templo de
convergencia de los dispares credos cinemáticos campeantes durante el siglo
XXI, con toda con toda su deuda debida en alguna porción, tampoco despreciable,
a la era televisiva 24-Lost-Flash Forward.
En esta
trama armonizadora de entretenimiento,
suspenso, emoción, alto voltaje en una intriga oscura y sinuosa, actores de
eficacia mayor (Leonardo DiCaprio, Ben Kingsley, Max Von Sydow, Mark Ruffalo,
Emily Mortimer…), rico despliegue de producción, los típicos personajes conflictuados
del universo scorsesiano y un oficio probado en la dirección, Martin -gandul
inefable del gran truco de hacer cine-, se las ingenia para rubricar un
discurso de voces confluctuantes que lo mismo privilegia el síndrome de
“sospecha permanente” de la época Lost que igual acude al pasado más nutritivo
e inyecta vitaminas pretéritas del mejor material hitchcockiano, el cine negro
del Hollywood dorado, o toma de guía para el relato a una extensísima lista de
pies inspirativos -a efectos de orden secuencial, encuadres, lenguaje corporal,
atmósferas: todo en plan doble de alimentación y homenaje- de Wise, Torneur,
Fuller, Lang, Ray, Dmytryk, Preminger, Welles, Frankenheimer, Bava, Lewton…
Scorsese
articula una construcción dramática asida a dos bandas de las marcas de
identidad del noir y el thriller psicológico que a considerable altura del
relato burla o refrenda al delirio -según se mire- ciertas convenciones de género,
al deslizarse hacia abrupta modulación del trabajo con el punto de vista y
zigzaguear sobre par de planos de realidad establecidos en la dinámica
narrativa a partir de la evolución de un personaje central -el agente del FBI
Teddy Daniels, encarnado por DiCaprio-
que presuntamente orbita en un nivel real y otro ilusorio en esta
isla-manicomio de dementes criminales. O no, nada queda claro, ni tampoco le
interesa despejarlo al director de El cabo del miedo. Todo puede ser una gran fabulación
mental suya, o por el contrario Daniels
formar parte en verdad de colosal intriga que involucra al gobierno, los
nazis, los experimentos en los seres humanos, y encuentra en él a suculento
conejillo de Indias.
En su
obra de cierres abiertos a cualquier sentencia, las conclusiones son de cariz
totalmente antagónico. Te enamoran o las abominas, sin estadio intermedio.
Quien suscribe se afilia a lo primero, lo cual no es óbice para reprocharle al
gran Martin que esta es, de todas sus películas, la más tramposilla y ganada
por el afán de epatar en ese fabuloso tour de force manipulador del desenlace,
la más caprichosamente disruptiva en la armonía interna del relato, la más
barroca y subrayada en los recursos expresivos, la de más subtramas y
alargamientos innecesarios.
Pero a
la vez resulta encantadora, porque permite irte con Martin, DiCaprio y esta
tanda de cuerdos/dementes a su islote tétrico de la Bahía de Boston, y ya dentro
quedas preso hasta el Fin merced a la hipnosis de las imágenes de Robert Richardson,
el esplendor lúgubre de sus climas realzado por la aceitada contribución sonora,
la atmósfera de asfixia y miedo de sus escenas, las maneras clásicas de Leo en
su angustioso Teddy Daniels: escanciado de a poquito y hasta el cuello como el
mejor vino por el actor en su cuarta incursión junto al maestro.
En fin,
dejémoslo limpio: dentro de la filmografía scorsesiana Shutter Island (transmitida en la televisión nacional), no será
la cumbre, pero ya sea al apreciarla en el conjunto de la producción
estadounidense de la década, ya sea al observarla en el género al cual
pertenece, lleva dos planetas de distancia sobe el resto de la bagatela al uso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario