miércoles, 11 de septiembre de 2013

Melaza, el mundo perdido


El advenimiento del período especial conllevó a la baja del 700 por ciento en la producción de azúcar del país, aparejada la ostensible restricción al doble mal de una caída de los precios del dulce en el mercado mundial. Era imposible mantener, al menos con el mismo patrón imperante por décadas, a dicha industria, considerada uno de los pilares económicos del modelo cubano; además de representar elemento cultural y cosmosivo de ineluctable vínculo con el ser nacional o la cubanidad.

 La reconversión del aparato azucarero, la clausura de buen número de los ingenios (muchos de los cuales no fueron preservados como patrimonio tangible, fuente de historia viva, para sucumbir presa del canibalismo materiaprimista, cual bien se encarga de graficar el documental De-moler, Alejandro Ramírez, 2004) y el redestino laboral de parte de un capital humano entrenado, constituyó otro de los saldos dolorosos, de repercusiones sociales explícitas, dejados sobre el cuerpo socio-económico de la nación por la onerosa fractura del orden de cosas acaecida durante los `90.
 Tal cierre de centrales -conllevó a la reorganización total de la base productiva-, no fue una decisión festinada, sino difícil de tomar; pero en realidad no quedaba otra opción, habida cuenta de que no había ni caña ni condiciones (energía, transporte, combustible, insumos…) para llenar la barriga de los trapiches. Incluso, aun hoy día, en ocasiones la reactivación de alguna de estas fábricas debe posponerse dos o tres zafras, ante la ausencia virtual de materia prima justificadora de su arrancada. Las campañas azucareras, pese a la disminución de las unidades en molienda, todavía no alcanzan los desempeños previstos. Las dos últimas evidenciaron ineficacia, lo cual daña el objetivo cimero de fortalecer una estructura capaz de generar a través de sus exportaciones moneda libremente convertible para financiar los gastos propios.
 Es un asunto bien complejo del cual, por supuesto, no precisa encargarse una obra de ficción; sobre todo si está más interesada como Melaza (opera prima en el largometraje de Carlos Lechuga, 2012) en, fundamentalmente, justipreciar cuánto representó en el ciudadano normal de los bateyes el final de un mundo perdido, del que se sienten dinosaurios vivientes tras la caída del gran meteorito. Así  se proyectan, así se perciben los personajes centrales de Mónica (Yuliet Cruz) y Aldo (Arnaldo Miguel Gómez), jóvenes supervivientes de la asfixia vital respirable en este microcosmos campesino donde ya no significan nada, o bien poco a efectos de respirar en lo económico, sus puestos respectivos en el central o la escuelita.
 No es Melaza obra apuntada a la batería inane del chistecito barato o el tiro la piedra y escondo la mano de varias tonterías cubanas de reciente data. Aquí se discursa -desde la contención dramática, el espesor del relato, una depurada ironía narrativa nunca convertida en mofa, la sutileza visual, la premisa del respeto a los seres enfocados y la renuncia al sobado miserabilismo de postalita-, no tanto en torno al dolor de no poseer la holgura o la tranquilidad de antes como sobre la metamorfosis de valores experimentada, a su pesar, por Mónica y Aldo en aras de adaptarse a las nuevas condiciones del marco comunitario donde interactúan. Puro Darwin en un central azucarero derruido.
La película toda, desde su núcleo hasta su desenlace, trabaja con sígnica tendente a apuntalar la idea de la mímesis, la autodevoración del ser anterior y el quiebre de la crisálida hacia otro híbrido naciente. Esta nueva criatura en fase de brote no perderá alma ni sentimientos, pero sí deberá renunciar a preceptos morales e integridad humana, como consecuencia de la puesta en vigor del más feroz e inevitable pragmatismo vital, en un caso; y en otro desarrollar mecanismos adaptativos, no por ingeniosos menos post diluvianos. De algún modo la pieza del creador de Los bañistas extravasa el radio contextual del ingenio desactivado para concentrar en imágenes y colegibles tropos las fronteras traspasadas por diversos coterráneos, viviesen en Mabay o en la Quinta Avenida desde donde emergiera la producción del filme a través del ente homónimo.
Salvo contadas excepciones (Barrio Cuba y Camionero, mis preferidas por larga distancia en el largo y el corto) no ha sido afortunada la pantalla cubana en explicar nuestra historia reciente; ni mucho menos el período especial o sus consecuencias. Se puede discrepar del guionista Lechuga en su reiteración sarcástica de la cantinela productiva-antimperialista del altoparlante que recorre el batey -cuidado con jugar con lo segundo, porque el destino de mucho intelectual nihilista que pensó que el diablo no existía fue ver cómo sus pueblos quedaron calcinados entre esas bombas del imperio, las cuales nunca pensaron fueran para ellos-; o disentir de alguna decisión desesperada de su personaje central femenino (siempre hay otra vía antes de tarifar la entrepierna, por dura marche la situación). Tampoco funcionan ciertas imágenes  portadoras de un derrotismo sin salida de ahórcate o púdrete; puede uno incluso hasta objetar la decisión de casting con la avispada Cruz y el achicado Gómez; una cernidura crítica con vocación de auditoría también detectará altibajos en las distintas zonas de la escritura u otros defectos menores, sí.  Mas, echando a un lado todo lo anterior, hay que reconocerle, ponderarle al joven director su quehacer fecundo para evacuar una laguna interpretativa del proceso histórico nacional, con oficio, solvencia, dignidad artística. A mil años luz de imbecilidades como Se vende u otras del mismo chiquero, siendo sin embargo más acerba la propuesta, crítica la mirada y casi igual de lóbrego el destino de sus seres protagónicos.
Premio Especial del Jurado en la Muestra de Jóvenes Realizadores de 2013, laureada en la cita de Málaga, exhibida en diversos festivales -desde Miami hasta Rótterdam-, apreciada en La Habana el pasado diciembre y circulante entre memorias o discos hace largos meses, es hora ya de que efectúen el estreno nacional oficial del filme. No hacerlo sería reductivo, risible e ilógico.

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