Preludiados quizá no tanto por Orwell como por
la historieta Custer, de 1986, con los reality shows, presentes en la
televisión mundial ya desde antes que en 1999 se emitiese el primer Gran
Hermano oficial en Holanda, este medio de comunicación arribó a la etapa de
entronización absoluta de lo trash o basura como concepto definitorio.
La humanidad y la sensibilidad del individuo,
preceptos básicos aparejados a las conquistas de los procesos revolucionarios
post-1789, quedaron apisonados a partir de su puesta en funcionamiento, a medro
del voyeurismo personal, el morbo, el odio social o los raseros totalmente
desvirtuados a la hora de medir los presuntos talentos de las personas.
Ya el asunto ha llegado a ribetes tan increíbles
de imbecilidad o malignidad, según se mire, que, por citar uno solo entre
innumerables ejemplos, millones de personas se quedan aleladas en sus
televisores mientras que alguien tan profundamente insulso como la
norteamericana Kim Kardashian decide cuál vestuario ponerse esta mañana.
Nadie ha resumido el fenómeno de modo tan
genial, mediante solo una imagen, como los creadores británicos de la miniserie
Dead Set, cuando en el segundo capítulo insertan a un zombi contemplando con
inaudito interés uno de estos realitys. Es eso en cuanto convirtieron a muchos
espectadores estos espectáculos, cuyo surgimiento algunos teóricos occidentales
profukuyamistas sitúan en tanto consecuencia de la supuesta desaparición del
debate ideológico-político tras la caída del Muro de Berlín y los cambios de
costumbres sociales derivados de las transformaciones tecnológicas, no exentos
de razón solo en lo segundo.
Tuvo el universo granhermanesco televisual su
primera visión cinematográfica notable en la ya veterana El show de Truman,
dirigida por el australiano Peter Weir hacia 1998. Si bien en términos
cualitativos por debajo de aquella, la estrenada en Cuba Reality, del italiano
Matteo Garrone, Gran Premio del Jurado en Cannes 2012, es hasta el momento la
mejor interpretación reciente de lo que ha sido considerado una patología
social del siglo XXI.
El director de El embalsamador emprende su
peculiar traducción, desde los ahora posibles contornos de la integración del
peculiar neorrealismo viscontiano de Bellisima y la comedia a´lla italiana de
los ´60 Germi-Monicelli con la fábula felliniana a lo El jeque blanco,
reenfocado todo en el colimador del cataclismo post Berlusconi de una nación
que busca en los sueños falaces del Gran Hermano cuanto le falta por cubrir en
los órdenes ontológicos y materiales. Lo hace con saña y conmiseración a la
vez, por cuanto no retrata entes quiméricos; sino sujetos dables y encontrables
a lo largo de toda la
Península, como el Luciano personaje central del filme. Seres
desnortados quienes fabrican su ilusión de burbujas en la obsesión sin parto de
esa archimafosa casa del Grande Fratello local.
Garrone articula una simbiosis de postulados, de
manera riquísima y sin pelos en la cámara, al coligar las variables discursivas
de que todo es posible en los ámbitos donde, casi con el mismo lerdo
alelamiento del protagonista, millones de personas elegían una y otra vez al
mismo Berlusconi, padre de la televisión basura italiana. Más que establecer
una tardía parábola satírica sobre la alienación televisiva, las cuales son
filmadas desde hace bastante, el verdadero aporte de Garrone consiste, de
manera específica, en establecer certera reflexión sobre un tiempo y un orden
de cosas, en proceder a un acercamiento tan irónico como irreverente y
clarificador al nuevo y verdadero opio de los pueblos. Es en tal sentido
Reality una película lapidaria, menos por su rispidez lancinante, que por el
delineado de la verdad irrefutable de cuanto cuestiona. Resulta en dicho
enfile, y a falta de otros exponentes interesados en escrutar el impacto sobre
los espectadores de esta era de la televisión occidental, una pieza
esencial.
Garrone aplica acto de hermeneútica cultural en
fotogramas al alcance de la teoría del “poder blando”, sustentada por el
profesor de Harvard, Joseph Nye, un cuarto de siglo atrás, consistente en esa
colonización no demandante de ejércitos o embargos económicos. Digresión al
margen, pero ojalá algún cineasta de ficción o documentalista cubano se
interesara por sentar en celuloide los efectos de tal colonización espiritual
aquí, en los tiempos de hiperexplosión casera de ¡Mira quién baila¡, La
Voz Kids, La Voz México, Belleza
Latina, las arrasa-encéfalos noveluchas de Telemundo u otros insultos parecidos que cada día
cobran mayor peso en las preferencias nacionales.
Volviendo a Reality, a la larga el tema llega a
un momento del metraje en que parece pesarle sobre los hombros a Garrone, quien
lejos de Visconti e incluso hasta de Weir, se pierde en el trayecto de la
segunda hora de narración, por lo que su filme escora a zonas de irregular
tanteo y llega a bascular incluso entre lo tautológico y la laxitud. No
obstante menos explícita ahora -dado el tono satírico abordado- que en su
anterior Gomorra, tampoco ayuda mucho al desplazamiento narrativo esa forma
escurridamente seca de contar del director, marca de fábrica de la casa y la
cual al menos a quien firma nunca le ha atraído demasiado del peninsular.
Aldous Huxley nos ha prevenido sobre la idiotización del hombre en su libro "un mundo feliz"
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