Coproducción austro-germana realizada en 2013 por la norteamericana Sherry Roman (Desert Flower) de estreno en las salas nacionales,
3096 días constituye la versión al celuloide de uno de los raptos más célebres
de la historia reciente: el de Natascha Kampusch.
Aunque muy divulgado en la
prensa mundial, el caso lo elidieron en los medios cubanos, de manera que
resulta obligatorio contextualizar al receptor. La Kampusch, niña vienesa,
fue plagiada en 1998 a
sus diez años de edad, cuando marchaba hacia el colegio. Su captor, Wolfgang
Priklopil, la encerró en angosto reducto durante ocho años y medio, hasta que Natascha
aprovechó un descuido para escaparse de aquel escondite de seis metros
cuadrados bajo el garaje de la casa del tarado, donde por dicho lapso de
cautiverio ella hizo todo. En ese todo entra desde defecar hasta cubrir las
raras necesidades sexuales del psicópata, quien en los años iniciales del
encierro estableció consigo enferma relación de lejanos visos paternales; para
luego llegar a establecer otra, ya desligada de presuntos afectos filiales, más
ligada al sometimiento total y lo lúbrico.
La personalidad de Wolfgang,
emparentada pero a la larga distinta a la de Fritz, “el monstruo de Amstetten”
o a la de Ariel Castro, “el monstruo de Cleveland”, otros famosos colegas suyos
del siglo en curso, daba para riquísimo ejercicio cinematográfico de estudio de
caracteres, desaprovechado por esta sosa película de forma miserable, como
igual desperdicia el agudo examen de la humillación, latente en los sucesos verídicos,
si bien mero silueteo gráfico en el recuento fílmico. Para esos no concretados
objetivos, definitivamente, precisaba otro libreto; además de diferente
director, en la cuerda de unos Rodrigo Plá, Ulrich Seidl, Francois Ozon, Kim
Ki-duk… Hasta quizá de un Michael Haneke, so caso de anhelarse un aquí también potencialmente
pertinente estudio de la violencia burguesa, dado el contexto espacial de los
hechos.
3096 días, basada en la
autobiografía homónima que la
Kampush escribió luego de su escape en 2006, representa
pedestre proposición audiovisual mellada por prolija carga expositiva, en
desmedro del necesario cuidado por las indagaciones internas, por las
exploraciones tipológicas. Asemeja esas piezas de sesgo telefílmico, donde -para
no seguir insistiendo en la más que pertinente pero nunca aparecida
profundización psicológica-, ni siquiera se toman algún interés por cubrir
tales faltas, mediante mediano lucimiento en los flancos técnicos.
Su primaria fotografía de
plano y contraplano, unido a la edición plana e incoherente contribuyen a
aportar aburrimiento al desarrollo de una historia que podía ser cualquier cosa
menos aburrida, porque estamos hablando, al menos en presunción, de terrible
drama: el asalto brutal y posesión de una vida en ciernes, los quiebres de un
sueño, el alma compungida de esta niña-mujer cuya madurez apurada no le puede
dar del todo para comprender por qué le ha sucedido tal tragedia, ese martirio
transcurrido en 3096 días de su existencia. Porque estamos hablando del delirio
patológico (real, no inventado por guiones) de tamaño obnubilado mental, quien
llega a creerse de verdad que él va a cuidar mejor de la pequeña que sus padres;
de un tipo suicidado al instante de la huida de la adolescente, a quien él le
hacía llamar maestro; de un exponente riquísimo para ser estudiado en la
carrera de Psicología de ahora en adelante en las universidades del mundo.
Porque estamos hablando además, -por si todo lo anterior fuera poco-, del
cierto grado de afecto originado entre víctima y verdugo, no raro por cierto en
experiencias de este tipo, advertido en líneas de la autobiografía y
entrevistas de la Kampusch,
las cuales le han hecho ganar animadversión entre miles de personas. Porque
estamos hablando, no démosle más largo, de la existencia de mucho trigo en el
trigal dramático esquivado por la hoz narrativa del filme.
Pese al limitado alcance
artístico del largometraje, la actriz británica Antonia Campbell-Hughes, al
margen de diferir bastante en lo anatómico de la gordita Kampusch, y el
intérprete danés Thure Lindhardt emprenden decorosa labor histriónica en sus
representaciones de la raptada y su secuestrador.
Ambos intentan suplir, y por algún trecho lo consiguen, las falencias del guion.
Merece resaltarse asimismo que determinadas escenas de violencia contenida o
explícitas son bien resueltas por la realizadora Sherry Roman. No obstante,
ello sabe a muy poco relleno dentro de tantas oquedades.
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