Película suerte de cruzas de
resuellos del Broadway más “tennessewilliano/neilliano”, con los olores del
cine de Noah Baumbach y el universo Sundance -con su signo inconfundible de
relato sustentado en la usual (pero aun no agotada) receta de incidente familiar
que provoca acercamiento de miembros alejados, a quienes el reencuentro les
provocará una marea de implosiones y resacas de fuertes explosiones
emocionales-, la estrenada en Cuba August: Osage County (John Wells, 2013)
monta en ese tren cuyas calderas usan parte del carbón primigenio de John
Casavettes y lo tripulan desde hace rato los Wes Anderson, Spike Jonze, David
Gordon Green, Jason Reitman, Alexander Payne u otros no menos atendibles, en su
auto de fe colectivo contra las miserias morales y sofismas-patrones de vida de
parte de la clase media alta/ estándar/baja estadounidense.
Pero este, como tampoco
(casi en ningún caso) los de aquellos, es un filme-anatematizador; ni, pese a
cierto grado de parentesco sanguíneo, constituye una mera réplica de Los
magníficos Tenembaums, Historias de familia, Entre copas, Margot y la boda o La
familia Savages, en tanto retrato de seres humanos perturbados por algún tipo
de fracaso, nihilistas, desasidos del cordón umbilical que los une a cualquier
clase de afectividades o fe -no sea la de tratar de dormir bien esta noche con
la menor cantidad posible de ansiolíticos-, despiadados con el prójimo, casi
insufribles como personas. La película de Wells, dotada de briznas de
personalidad propia en vergeles dramáticos bastante transitados -aunque en cuyo
piso no marcará mucha huella para la posteridad pese a sus innegables
aciertos-, funciona menos como registro catalogar de frustraciones -que
también-, que como observatorio de la inseguridades, fragilidades, miedos, ansiedades,
indefensiones de personas situadas cerca de un punto medio donde el dolor está
a punto de hacer metástasis en la conducta.
El personaje paradigmático
en tal sentido vendría a ser el de Violet -incorporado mediante prodigiosa
galería de registros y, adviértase, sin extravasar los moldes de la contención,
por Meryl Streep-, vieja matriarca de los Weston de Oklahoma, aquejada de
cáncer bucal y quien, casi literalmente, se traga a sus hijas, en especial a la Bárbara compuesta por
Julia Roberts: la única con la fuerza emocional suficiente para pugnar
consigo-, en esa (casi seguro) última cena familiar, donde propios lejanos y
algún que otro extraño convergerán a propósito de la muerte del padre: el
Beverly de Sir Sam Sheppard, poeta alcohólico sacado de pantalla, vía suicidio,
en la misma apertura del filme, tras sugerir él, en dos palabras, de que va
esto: de decepción y contrariedad, de pecho partido y mucha bilis; de
disfuncionalidad familiar tal que, por trechos, apabullaría a Bergman, Allen,
Vinterberg o Lanthimos. Tan reloaded, que hasta los más escépticos en cuanto al
“mejoramiento” y la “confraternidad” de los seres humanos, rogamos por un oasis
de distensión a cierta altura del metraje. Sabemos que la sagrada familia puede
llegar a convertirse en una maldita estructura de aniquilación y que ciertas enfermedades
subvierte el orden de las cosas en su núcleo, pero vamos…
La muy irregular Julia
Roberts, capaz de sucumbir al fango más sucio de bodrios representativos del
clásico onanismo de estación hollywoodino corte Comer, rezar, amar, esta vez
tiene entre manos un buen personaje, el cual (orgánica, harto precisa en la
gestualidad, dictando cátedra en lo facial, rotunda en la proyección del
diálogo, haciendo carne un ser humano a la vez fuerte y vulnerable) asume
pertrechada de la convicción, nada falta de valentía, de interactuar, tú a tú,
con la inconmensurable Meryl. Y de la refriega emocional, del flecheo dialógico
de ambos personajes deriva lo más medular, rico de un filme sostenido justo en
esto, en personajes: en los de ambas, centro gravitacional de la trama, como en
las restantes hermanas Ivy (Julianne Nicholson, a verla en la teleserie Masters
of Sex; y Karen, encarnada por la reemergente Juliette Lewis); el marido de
Bárbara (Ewan McGregor); el tío Charles y su esposa, Mattie Fae, hermana de
Violet (Chris Cooper y Margot Martindale); el pequeño Charles (el hoy día
ubicuo Benedict Cumberbatch, tras el éxito mundial de la teleserie Sherlock, de
la BBC)… Todos
tienen sus quince minutos de fama en escena, sus parlamentos y clímaxs. Mas, a
veces, de forma intempestiva e irrazonada, bajo el entendido de los términos aplicados
al relato cinematográfico.
Y es que Wells -quien en
realidad no lució mal con su anterior y única cinta previa The Company Men-, no
puede maniobrar mucho ahora, ante el peso y la sombra demasiado alargada de la
pieza teatral original en cuyos veneros dramáticos abreva la escritura de un
guion encargado al propio dramaturgo de aquella: Tracy Letts, el también
creador de los montajes Bugs y Killer Joe (trasuntados al cine: el segundo,
singular e infravolarado filme de William Friedkin, a la gloria de un Matthew
McConaughey en el primer paso del camino a la cima de Dallas Buyers Club).
Letts, también actor teatral y de esa teleserie espléndida en sus dos primeras
temporadas y masacrada en la tercera que se titula Homeland, se llevó sus Pulitzer y Tony por August: Osage County, y
-a resultas- de cierto no quiere sacrificar mucho en esta película, más suya y
del viejo Harvey Weinstein (el todopoderoso fraguador de “áureos” productos de
fórmula con buena prensa al estilo de El discurso del rey) que del mismo Wells.
De tal que la cinta, una vez transcurrido el prometedor preámbulo, tienda a
observar las pautas constructivas de un teatro filmado donde el sentido de
unidad/visión cinematográficos se resiente, debido a la vocación de mosaico, a
la intención de puzzle de escenas yuxtapuestas con arreglo a una esencia
teatral o la transmisión de una idea a verbalizar, a expresar por los mecanismos
del arte de Thalía y no gracias a los recursos dramatúrgico-visuales del arte
de los Lumière. El ejemplo más claro en tal sentido es la escena -de tan insana
irrupción, vista desde lo fílmico- acaecida al minuto 89, con el tío Charles y
la hermana de Violet, cuyo origen es la súbitamente echada en cara falta de
cariño manifestada por esta al pequeño Charles, en presunción hijo del primero,
pero en verdad sangre de Beverly Weston: elemento factual este convertido en
vergonzante trastazo melodramático por cierto.
No obstante lo dicho, ver a
tal combo de actores enfrascados en imprimir criterio a sus conflictivos
personajes, sobre todo la
Streep y la Roberts, vale por cien
películas, por muy rodadas con arreglo al Cine que estuvieran.
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