jueves, 29 de mayo de 2014

John Wayne: el mito del "gran héroe americano"


Que “Como mejor está un indio es muerto” resultara la frase dilecta de algunos de los personajes fílmicos más conocidos de John Wayne, no impidió en nada que  este actor fuese transportado a la categoría de mito en los Estados Unidos por sus adoradores, los medios, y un sistema interesado en auparlo acorde al estandarte que en el terreno ideológico alzara desde la pantalla su mejor aliado en Hollywood.

El actor, nacido el 27 de mayo de 1907, la quintaesencia heroica del western, supuso la encarnación en celuloide de ese vaquero dominante, con traza y lanza de colonizador, que acabara con los nativos supervivientes refugiados en la zona oeste del país durante el siglo XIX, luego de que entre el XVII y hasta finales de la posterior centuria tales tribus originarias -las cuales de forma primigenia componían la nación norteamericana- fueran casi aniquiladas por medio de la violencia más feroz.
Que Wayne formase parte de un conjunto de películas que, sin embargo, contribuyeran al desarrollo de este género cinematográfico (sobre lo cual más adelante nos detendremos), no puede embozar en ningún modo la impronta reaccionaria de un sujeto que respondió siempre a los postulados más conservadores y recalcitrantes del stablishment yanki.
Es imposible olvidar a la hora de cualquier evocación de su figura que fue el republicano más célebre de Hollywod, que mucho antes que Reagan llegara a la presidencia ya no pocos habían pensado en él para instalarlo en la Casa Blanca, o que respaldara los apetitos de dominación más siniestros de las administraciones estadounidenses durante el genocidio perpetrado por esos gobiernos contra el pueblo vietnamita.
Wayne fue además uno de los fundadores, en 1944, de la Motion Picture Alliance for Preservation of American Ideals (Asociación Cinematográfica para la Preservación de los Ideales Norteamericanos), una congregación de cineastas en contra de cualquier viso liberal dentro de la industria del cine.
Pese a ser querido y respetado en buena parte del gremio, otros lo odiaron por figurar entre los tristemente célebres delatores de sus compañeros con simpatías izquierdistas ante el Comité de Actividades Antiamericanas.
La típica loa que un lector de cualquier parte del mundo puede encontrar al referirse al director de El Álamo y Boinas Verdes será, poco más o menos, de tal guisa: “Si hay algún hombre que haya encarnado por sí solo a América (Estados Unidos), ése es sin duda John Wayne. Representaba con naturalidad el genuino espíritu americano, los ideales, los valores y los sueños de sus compatriotas. Este héroe que defendía la ley en un mundo de forajidos, este embajador que se batió por  todos los valores justos de su país, se convirtió en leyenda”.
En ocasiones similares ditirambos aparecen, incluso, en medios cuyas perspectivas ideológicas difieren en forma ostensible de los blasones defendidos por el intérprete, lo cual da la idea del modo tan vigorosamente acrítico con que ha sido asumida su personalidad, no ya solo vista en el mero plano fílmico, sino integrando su postura política. Dicotomía a desterrar por posibles exégetas por aquello de desligar el arte de…, pero que no resulta tal en alguien como Wayne; antes bien fundidura indisoluble  de intencionalidades.
 El hecho sin duda está condicionado por la adoración ejercida por Wayne en millones de espectadores a lo largo del planeta -aunque fundamentalmente en su país-, sin distinción de credos de cualquier tipo, razas, orígenes sociales. Esto, en medida determinante debido a su proverbial imagen de portador de los valores tradicionales familiares; a la inmensa popularidad del género donde surgió, creció y llegó al estrellato como actor: el western. Y a causa además de la recurrencia en la encarnación del tipo rudo pero galante con las mujeres y tierno con los niños; o del sheriff, imagen perennemente idealizada -sobre todo por los norteamericanos, para quienes resulta tan caro ese patrón del vengador repartidor de justicia y cuya cultura pop está impregnada hasta el subsuelo de dicha esencia.
 De su aureola legendaria habla Juan Tejero en su libro Duke, la leyenda de un gigante, cuando asevera: “Era el número uno, el mito, el más grande. Gustaba a todos. A los niños y a los mayores, a los de derechas y a los de izquierdas, a los cultos y a los incultos. (…) Para millones de personas es simplemente único. Pero ante todo, su nombre representa el símbolo del estrellato masculino, como Greta Garbo lo es del masculino”.
Casi tan representativo de la cultura americana como Mickey Mouse o Marylin, las anécdotas sobre la admiración que despertaba se cuentan por millones en sus múltiples biografías. Una de las más referidas sea acaso la que recuerda cómo cuando el emperador nipón Hiroito visitó de forma oficial Norteamérica, en 1975, lo único que pidió fue visitar a Disneylandia y conocer al viejo John.
En su biografía John Wayne: The Man behind the Myth, Michael Munn echa leña al fuego en torno a los rumores que siempre corrieron relacionados con la supuesta orden de Stalin para eliminarlo, por denunciar comunistas para Mc Carthy. No obstante, siempre según este autor, su sucesor en la presidencia soviética, Nikita Kruschov, trajo de vuelta a los sicarios de la KGB y hasta llegó a manifestarle a Wayne su admiración en un encuentro privado.
Para 1970, el en cantidad imbatible intérprete de 157 películas y uno de los más taquilleros de la historia de la pantalla mundial -campeón indiscutible durante al menos par de décadas-, había sido elegido como el segundo personaje más famoso de los Estados Unidos desde su fundación, en una superencuesta nacional que solo antepuso al astro nada menos que a Abraham Lincoln.
Y un año con posterioridad a semejante distinción era calificado allí mismo como “el hombre que ha puesto de manifiesto del modo más eficaz el significado de la palabra americano”.
 No resultó extraño, pues, que en junio de 2004,  en plena segunda invasión a Irak y a raíz del cuarto de siglo de la muerte de Wayne por cáncer, varios diarios estadounidenses publicaran en sus titulares interrogantes del corte de la que continúa: “¿Cómo se hubiera comportado él ahora, si el destino lo hubiese convertido en un marine en Irak¿”.
Durante los días posteriores al 11 de Septiembre de 2001, período de exacerbada manipulación por el aparato gubernamental y la prensa a su servicio de los sentimientos patrióticos, constituyó un verdadero éxito de ventas en su país la reedición de un disco hecho par de décadas atrás con el texto hablado de Wayne, America, why i love her (Estados Unidos, por qué lo amo)
 Al tratar de explicar lo que representa para los norteamericanos, el expresidente James Carter expresó: “En una época con escasos héroes, fue un hombre excepcional, que llegó a ser más que un héroe, al convertirse en un símbolo de muchas de las cualidades que han hecho grande a nuestro país”.
Supongo que con lo de la época de escasos héroes se refiriera a la desastrosa era Viet-Nam, donde los estadounidenses comprobaban como se desinflaba la burbuja de mentiras donde vivían, al ser vapuleada la gloria de la gran nación -leáse el trasero del imperio- por “esos monos”, como llamaba el querido John a los asiáticos en ese monumento al chovinismo, la mendacidad, la soberbia y la guerra que es la por sí codirigida Boinas verdes (1968). Película en loor de la política belicista yanki, aun a sabiendas del atolladero donde se enlodaban sus artífices como consecuencia del obtuso cariz de dicha conflagración.
Pero proceder de modo semejante era típico de John. Siempre lo hizo. En Las arenas de Iwo Jima (1949) (también conocida como Arenas sangrientas) no dejó una sola mandíbula de japonés en su sitio, a culatazo limpio. Como recuerda Ignacio Ramonet en el libro Propagandas silenciosas, Wayne satisfará a menudo el deseo del protagonista de Infierno en las nubes de Nicholas Ray al exclamar: “Los japoneses no se merecen vivir”. Lo hará -sostiene el escritor-  “sobre todo en Las arenas de Iwo Jima, de Allan Dwan, cantando las delicias de asar a los amarillos con lanzallamas”.
Tal cual afirma Rolando Pérez Betancourt en el ensayo El cine, la guerra y algo más, “fue el actor con mayor intervención militar en las pantallas, tanto durante la Segunda Guerra Mundial como después. Reiterando su imagen de tipo duro y casi siempre solitario cubrió todas las ramas militares: infantería de marina: Las arenas de Iwo Jima, aviación naval: La bandera de las águilas, fuerza área: Piloto de jet, ejército: El día más largo, y así unos cuantos títulos más que se extendieron incluso hasta la guerra de Viet-Nam (…)”.
Sabedores en la Meca de su inclaudicable postura proimperial, y  más que nada de su simpatía entre el público, siempre que Hollywood se aliaba al Pentágono o al sistema en alguna contienda lo llamaban al plató para incorporar al defensor a ultranza de la grandeza patria de turno. Es así que en 1954, compusiera el protagónico de Callejón sangriento, de William Wellman, director que seis años antes tuviera la dudosa suerte de filmar La cortina de hierro, filme fundacional de la sarta de panfletos vomitados por la industria gringa al servicio del poder durante la Guerra Fría. Callejón… forma parte de las cintas más anticomunistas producidas a la sazón.
En su material histórico El cine del “peligro rojo”, el crítico Rodolfo Santovenia explica que esta última película “peor que la anterior, absurda e inverosímil en su desarrollo -en la que los comunistas chinos no desempeñan un papel distinto al de los indios de un western- hizo exclamar al director: ´Este tipo de cine está desprestigiado. No sé por qué insisten en él. Yo soy republicano, pero detesto a todos los políticos”.
Comprender a Wellman, un buen director con quien el propio Wayne hizo algunas cintas salvables, no era difícil al ver la propaganda barata, intelectualmente primaria y patriotera destilada por aquel tipo de producción para el cual el que acabó con las “hordas de indios en taparrabo” venía que ni pintado.
Es que Marion Michael Morrison (verdadero nombre del actor) tenía pinta de héroe desde que era un mozalbete. Quizá la hidalguía de su porte, su alta estatura -de adulto llegó a 1,93-, o probablemente su dominio del fútbol en el campo deportivo de la University of Southern California, convenciera al astro del cine mudo Tom Mix , quien filmaba cerca de allí, para ofrecerle un empleo en el floreciente negocio. Algunas buenas lenguas aseguran que lo hizo a cambio de unos boletos para un partido.
Pese a este golpe de suerte, la buena fortuna no le sonrió durante sus comienzos al Duque -como es sabido, solía llamársele así desde pequeño porque andaba por lo general en compañía de un perro nombrado de ese modo-.  La gran jornada (1930), western épico sonorizado de Raoul Walsh,  supuso el abandono de su etapa inicial de extra y secundario, al constituir el primer protagónico del intérprete en ciernes, si bien devino soberano fracaso taquillero. Walsh, no más ver al espigado y joven actor que le presentara John Ford, había confiado en él, y fue quien le propuso cambiarse el nombre, se cuenta, como tributo al general de la guerra de independencia contra los ingleses, “El Loco” Anthony Wayne.
Casi toda la década del ´30 se la pasó Wayne descuartizando apaches y pieles rojas en westerns de serie B antes que uno de los maestros indiscutibles del género, John Ford, lo convocase para su clásico La diligencia (1939). John Wayne comenzará a convertirse en John Wayne a partir de ahora y solo ahora.
Su Ringo Kid de esta obra marca el inicio del dúo John-John, como se bautizara a la dupla más famosa del oeste.
La diligencia, hito del western en el cual el género se robustece al serle incorporado a sus elementos clásicos de los tiros y persecuciones a caballo, un componente moral, psicológico y social, ve aparecer en aquellos nunca olvidables planos de Ford a un hombre que sería la figura antonomásica del oeste, el género del movimiento, “el del cine por excelencia”, como lo considerase André Bazin.
La relación con el grandioso Ford de manera indudable consolidó el prestigio de Wayne, tanto entre los actores como en la industria en general. Fue tan estrecha la camaradería entre ambos hombres, que cuando el segundo dirigía su primera cinta -El Álamo (1960)-, Ford se le aparecía en el set de rodaje, comenzaba a dar órdenes como si fuera el realizador, y Wayne lo dejaba hacer sin darle el mínimo reproche. A Ford aquel western épico le pareció una película colosal “la más grande jamás filmada”, sin importarle su imponente carga de patrioterismo.
Wayne lo había conocido en la década de los veintes, cuando le cuidaba unas ocas para cierto pasaje de Madre mía (1928). Dicen que sucedió un incidente muy gracioso: al soltar Wayne las aves creyendo que la escena había concluido cayó en cuenta de lo contrario, y entonces puso una desconcertada cara de espanto que increíblemente maravilló al hosco Ford, un tipo que discutió con muchos, le soportó un puñetazo en pleno rostro a Henry Fonda, pero que nunca se enemistó con el eterno amigo.
Quizá lo explique el argumento real que Wayne solía cultivar sus amistades, poseía un especial sentido del humor y compartía con muchos de sus compañeros del giro fílmico la atracción por el whisky y el cigarro.
El binomio de las dos J terminó veinte películas entre las que se incluyen Fort Apache (1948), La legión invencible (1949),  Río Grande (1950), El hombre tranquilo (1952), Centauros del desierto (1956) y El hombre que mató a Liberty Valance (1962), el último gran western clásico, que de algún modo finaliza una manera, un concepto, un estilo de asumir el género y a sus héroes míticos. De manera que a Wayne le cabe el honor de haber intervenido, junto a Ford, en las dos cintas que definen la entrada a nuevos cauces dramáticos, expresivos y conceptuales del oeste: La diligencia y El hombre que
Pero también tuvo la dicha de realizar cinco filmes con otro genio de la época dorada de Hollywood, como Howard Hawks. Un cineasta que, de la misma manera que Ford, era dueño de un muy buen ojo clínico para detectar a actores y luego conducirlos a un decoroso desempeño. Es por eso que no resulta fácilmente explicable que el mediano Wayne los atrajera tanto, como igual hiciera con Henry Hathaway, Michael Curtiz, William Wellman, Edward Dmytrik, Raoul Walsh, Mervyn LeRoy, Nicholas Ray y hasta Cecil B. De Mille.
El actor era competente hasta un punto, más que nada funcional, pero su variedad de registros no superaba la gama elemental. Aunque, mirándolo bien, quizá no le hiciera mucha falta, toda vez que Wayne siempre fue Wayne, repitió el mismo personaje hasta la saciedad y logró especializarse en hacer de sí mismo.
 Por su registro en El conquistador de Mongolia (1956) recibió el Golden Turkey Award por la peor actuación del año.
Los críticos nunca lo miraron bien del todo, no obstante que puntualmente llegara a tenerlos bajo su poderoso influjo también. En su reseña del magnífico western de interior de Hawks, Río Bravo (1959), compilada en Un oficio del siglo XX, Guillermo Cabrera Infante opina: “(…) él es el vaquero por excelencia y después de Gary Cooper no hay quien le saque ventaja con su lenta voz, su andar acompasado y su displicencia por la vida: en Río Bravo Wayne ha actuado con una facilidad que hace años que el cronista no le veía: la explicación: Wayne estaba molesto porque Dean Martin tenía todas las posibilidades en su rol y porque le habían colocado entre dos cantantes, uno casi retirado, otro ídolo de las pepillas, y se consideraba diezmado, mermada su reputación, y se dedicó a hacer con la punta de lápiz lo que a los otros dos costó Dios y ayuda (…)”.
Con Hawks filmó además, entre otras cinta, El Dorado (1967), suerte de secuela de Río Bravo, donde compone a un amistoso pistolero a sueldo que ayuda al sheriff del pueblo a combatir a una banda de asesinos empeñada en aniquilar a la familia de un honesto granjero; o sea, uno de sus perfiles clásicos en la pantalla, y que tanta magnitud emocional implicara a la hora de hacerse querible ante un respetable identificado con las hazañas de su héroe.
A la altura de este filme, ya al actor se le había diagnosticado un cáncer de pulmón hacía poco más de tres años, pero continuaba bebiendo y fumando sin conferirle mucha importancia. También tenía su propia productora nombrada primeramente Wayne-Felowes, y más tarde Batjac.
Faltaba poco para que obtuviera su primer Oscar por Valor de ley (1969), pues par de décadas atrás no lo consiguió en Las arenas de Iwo Jima, cuando fuera nominado por su rol del sargento Stryker. Es célebre su frase al recibir la estatuilla: “¡Wow¡, si hubiera sabido esto me hubiera puesto el parche en el ojo hace 35 años”.  Es que en Valor de ley había interpretado al primer sheriff tuerto de su historia fílmica.
Rememora Pilar Wayne en su libro Duke: Mi vida con John Wayne “que la noche de la ceremonia se encontraba muy nervioso, y se sentía como derrotado”. Debía tenerse en cuenta que competía con Dustin Hoffman y Jon Voigth por la intervención de ambos en un filme tan significativo para la época como Vaquero de medianoche, además de con par de grandes actores del fuelle de Richard Burton y Peter O´Toole.
Escribe la autora: “Se tenía a Wayne como favorito, pero también era cierto que Burton y O´Toole habían sido injustificadamente pasados por alto tantas veces que quizá la Academia podría querer corregir su fallo premiándoles. Entonces, cuando Barbra Streisand subió al escenario, ella anunció lo que se esperaba: ´… and the winner is…John Wayne´. Duke recibió una estruendosa ovación, besó a Streisand, se quitó una lágrima y pronunció su discurso”.
 En dichas palabras, amén de la oración famosa del parche, dijo además: “ (…) Señoras y señores, no soy un extraño en este escenario. He subido y recogido esos maravillosos hombres dorados antes, pero siempre para amigos. Una noche subí dos veces: una para el Almirante John Ford y otra para nuestro querido Gary Cooper. Estuve muy diestro e ingenioso esa noche, pero esta noche no me siento muy hábil, muy ingenioso (…)”.
Wayne se sintió inmensamente feliz con su Oscar ¿acaso pensó no recogerlo nunca¿, tanto que lo reprodujo por decenas, y le entregó una copia a todo el equipo que participó en la realización del filme. Esos rasgos típicos de su personalidad contribuyeron a consolidar igualmente su fama de tipo querido por las multitudes.
Casado en tres oportunidades, el viejo león de Iowa y ascendencia irlandesa tuvo siete hijos para llorar su muerte el 11 de junio de 1979, en momentos en que las por si adoradas actrices Mauren O´Haara  y Elizabeth Taylor le gestionaban la concesión de la Medalla de Honor del Congreso.
 Su larga anatomía fue enterrada en el Pacific View Memorial Park, bajo una lápida sobre la cual puede leerse: “Feo, fuerte y formal”.  Hasta el epitafio contribuyó a la prolongación de su mito aun después de la muerte.
(Publicado originalmente en la revista Cine Cubano).

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