Hasta ahora ha sido el séptimo el único arte capaz de
conciliar las otras seis en sí y a la vez tener una independencia abrazadora
que lo hace inigualable; de ahí su carácter ideal en tanto mecanismo de
expresión. Carlos Saura, de modo semejante a como otros cineastas lo hicieran
durante los ´90 -aunque ya lo suyo venía de atrás- tuvo muy en cuenta el axioma
en su Goya en Burdeos, película
mixtificadora donde las haya, la cual ora nos parece un filme, ora un lienzo en
carne del maestro de la pintura en cuya etapa de la vejez en la ciudad francesa
se afinca el relato de la obra.
Esto, no quepa dudas a nadie, es absolutamente
intencional, pues lo que Saura pretende, y consigue, es ver a Goya desde dentro
de su mente y sus cuadros, y eso solo se conseguía convirtiendo la película
sencillamente en un cuadro. De forma que penetramos en un chorro fluorescente
de pintura y alucinaciones, donde el elemento formal deviene premisa sine qua
non para el cometido propuesto.
Y ello, en cuanto la película, concienzudo y
valientísimo ejercicio de estilo, tiene un ochenta por ciento de su misión en
los decorados, así como en la iluminación y la fotografía del maestro italiano
Vittorio Storaro (el otro veinte descansa en la soberbia encarnación del Goya
anciano por Francisco Rabal). Dómine, en
contubernio con Saura, del planteamiento visual de la cinta, el director de
fotografía preferido de Bertolucci y otros grandes realizadores se da un festín
a su intelecto y rotula una brillante labor experimental que, si bien no le era
del todo ajena a Saura -recordemos sus epopeyas flamencas de los ´80-, sí
alcanza niveles inusitados dentro de su carrera en la pieza de marras.
Goya en Burdeos (1999) íntegramente rodado en estudios, a veces parece un escarceo lúdico con las
cromas. A veces una duda que se diluye entre sombras o se corporeiza en el
tapiz. Todo en el filme juega con el
concepto del acercamiento, la aproximación de la idea que podía ser o no y
tanto atormentaba a Goya, temeroso de los varios monstruos que podían venir con
ella: la razón -en el planteamiento goyesco-; aquella exuberante turbación
amatoria que siempre atomizó sus sentidos; la vacilación recurrente ante la
valía de la obra del genio; sus delirios y recuerdos, esos que te definen el
valor del pasado cuando ya para qué.
Goya en Burdeos, de
Carlos Saura, viene a coronar, con alto sentido de dignidad artística, la
tambaleante filmografía inspirada en la vida y obra de ese creador universal de
la pintura española. Seguramente su densidad narratológica, su vocación
transgresora, sus quiebros expresivos (y también la deplorable edificación de
su guión) espantarían a más de uno, pero para Saura y el cine ibérico quedará
como una película a tener en cuenta por la Historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario