martes, 23 de septiembre de 2014

El manejo de la ira


 “La combinación del concepto y del reparto es un sueño hecho realidad”, dijo Peter Segal al terminar Locos de ira (Anger management). Complementando: “Siempre que hablo de mi filme digo que se trata de una comedia sobre un hombre interpretado por Adam Sandler, que tiene que acudir a  sesiones de terapia en las cuales el terapeuta mental es Jack Nicholson; y entonces la reacción es inmediata. Todos quieren ir a verlo”. Lo que en realidad se agazapa detrás del eufemismo empleado por el director de la cinta es que la idea de unir a un monstruo del arte dramático, peso pesado histórico de Hollywood como el viejo Jack, con el allí muy popular Adam Sandler, constituye un golpe maestro de la estrategia industrial para de una sola sacada capturar a la audiencia millonaria y multietárea de Nicholson junto a la nada escasa de la joven estrella cómica de pasado cabaretero.

Sabiéndose que el concepto aludido por Segal es ese y no otro podría generarse cierta predisposición negativa en cuanto a los posibles resultados de esta lección de oportunismo mercantil. Si además se tiene en cuenta que de manera general la crítica no ha bendecido la cosecha del enlace intergeneracional e interdisciplinario de ambos, tendríamos más posibles reservas. Pues bien, todo eso se manda a casa cuando la bomba atómica que dinamita Jack le coloca al tejido dramático revienta y hace (y nos hace) vibrar a una película que se convierte, fundamentalmente gracias a su presencia, en puro desternille. Aunque Sandler va de primero en los créditos, Nicholson es el pivote y a la vez delantero que mete los goles en este juego fílmico simple pero no simplón, agradable, siempre a punto de reventar de ironía y sarcasmo.
Quizá precisamente el mayor encanto de Locos de ira resida en su falta de sentido del exceso (Hay unos chistes lúbricos con alusiones genitales que no han gustado mucho a los críticos americanos, pero que a mí me han revolcado). Jack mete a escena como si fuera una autopista su rastra de gestos en un vendaval de furia histriónica que, sin embargo, esta vez, sabe contener cuando hace falta. Sandler, modosito como personaje de la trama y el mismo en ella en tanto intérprete, sabe que no tiene ni  caballos ni revoluciones para seguir a una locomotora, y se deja llevar. La cosa fluye, funciona y se produce química entre gente aparentemente antitética, provenientes de disciplinas y escuelas distantes. La risa que provocan las escenas francamente ortodoxas de las cuales está repleta la cinta (el final es tan socorrido y va por lo meloso tan en contra del filme que asusta), más que a la  convencional cosedura de éstas, se debe a la carga de electricidad liberada del enfrentamiento de espíritus  y aires dramáticos de fuentes extremas, enchufadas a escena por un director que va, de a poco, ganando confianza y rango en el género desde El arma desnuda 33 ½ y El profesor chiflado 2 hasta esta saludable, divertidísima Locos de ira.

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