Si en
1970 Robert Altman nos entregaba un oeste ¡invernal¡, y en 1992 Clint
Eastwood remodelaba el esquema
ético-iconográfico-etáreo del género, cuatro años más tarde Walter Hill,
considerado un maestro del western urbano, fabricó el que debe ser el primer
oeste gangsteril de la historia del
cine: El último hombre (Last man standing). La
película de Hill, coescrita por sí mismo, como suele hacer, e inspirada en una
idea de dos japoneses, y uno de ellos el señor Akira Kurosawa -hay una clara
referencia aquí a Yojimbo-, fusiona
el cine de capos con el del oeste, bajo parámetros narrativos que curiosamente
responden a ambos géneros, sin roces abruptos entre ellos.
Smith
(Bruce Willis) llega a Jericó, un pueblucho a la boca de la frontera mexicana
controlado por dos grupos de mafiosos que se disputan el control del licor en
tiempos de la Ley Seca. Smith es un pistolero a sueldo que una vez
ganado un espacio y la categoría de duro luego de despacharse al mejor tirador
de uno de los bandos, empieza a trabajar indistintamente para unos y otros,
siempre en busca de dinero. La ética no es su fuerte, pero sí conoceremos su
único lado débil. El sheriff del pueblo se lo anticipará: Te perderán las faldas". Mata a ocho pistoleros de uno de los jefes y
libera a la muchacha prácticamente encarcelada por el viejo hampón. Lo atrapan, mas logra salir del encierro, y
comienza la hora de la carnicería.
Jericó es un típico pueblo del oeste donde
solo el fotingo indica el paso al siglo XX.
Están en pie todos sus símbolos: el bar, el burdel, el fabricante de
cajas de muertos, el sheriff… y, obvio, dos bandas en conflicto. La
introducción del personaje de Smith, con su curiosa "moral" de un
solo principio sin principios: hacer dinero a su forma y sin amos, no importa
el costo, representa el puente levadizo que sirve para traspolar el concepto
del héroe en el cine de mafia al contexto del western y lograr con ello esta
ocurrente desconflautación genérica.
Smith es un pistolero, pero no del viejo oeste, responde al esquema de esos
"good fellas" citadinos sin
autorreproches ético- morales ni problemas de conciencia, enemigos públicos
número uno crecidos en un escenario epocal que descarta la posibilidad del
viejo héroe del western, perfilado de modo general con tintes positivos. Hill, no sé si a modo de atenuar su dureza, o
hacerle un guiño a aquellos personajes de a caballo, le inyecta a Smith esa nobleza
para con el sexo opuesto. Y recuerda que aunque el tema sea la mafia, el
contexto está en predios del O.K. corral,
cuando, si bien de un modo paródico, Smith llega al bar y pide hablar
telefónicamente con su madre. En su día, algunos buenos pedían un vaso de leche
para que el whisky no le atrofiara tempranamente el pulso que debían adquirir
para materializar la omnipresente venganza. Venganza, figura clásica del
western, de la cual no hay mención en esta historia de hampones de poca monta
en el culo del mundo.
Walter Hill fue en los sesenta-setenta
asistente de dirección de Woody Allen y Norman Jewison y se inició en la realización
para 1975. Se ha dicho que El último
vaquero (1980), quizá sea su único western al molde tradicional, y El último
hombre reafirma la idea. Algunas
películas de su bamboleante filmografía son Calles de fuego, Cruce de caminos,
Hospitalidad mortal y las dos partes de 48 horas. Varias de sus películas tienen de artífice
musical al excelente Ry Cooder; en El último vaquero recreaba ingeniosamente la
música folclórica, y en El último hombre contribuye de una manera determinante
a la consecución del componente tensional de la trama.
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