miércoles, 3 de septiembre de 2014

Gangstarapper samurai


Un tardío revisionismo pro ha ubicado a El muerto, aquel herético western en blanco y negro de 1995, como una de las cintas más significativas de la anterior década, cosa que particularmente nunca tuve en duda, como tampoco pongo en entredicho que su creador, Jim Jarmush, deje de verdear la grana de la excelencia con Perro fantasma, el camino del samurai (Ghost Dog: The way of samurai). Desde que leí esa inefable novela de E.L Doctorow llamada Ragtime, no encontraba en la perspectiva norteamericana un proyecto artístico sincopado con tan inconmensurable imbricación de ritmos, discursos, visiones y planteamientos filosóficos tan en apariencias excluyentes como armónicos resultan en la estructura interna de la obra dentro de ese concierto de acoples y fusiones. De suerte que este “western oriental sobre un gángster samurai en la era del hip-hop”, tal cual lo definió su realizador, lleva al alimón en plácida simbiosis apuestas creacionales signadas en presunción por sus divergencias contextuales, culturales, geográficas y de otra índole, en un mosaico de interacciones de cuya confluencia emerge la irrebatible certeza telúrica de que las distintas cosmovisiones humanas y artísticas portan el sesgo genésico de las comuniones.
De no saberlo, Jarmusch no se hubiera atrevido a abofetear la incredulidad con la historia de este pistolero-gangstarapper negro, mofletón, fantasmal y lacónico que ampara sus acciones en los preceptos del código japonés Hagakure, la Biblia samurai dieciochesca, en las actuales latitudes de la mafia y las pandillas. Free lancer de las armas cuyo “duelo” (o suicidio) final a lo A la hora señalada en plan unidireccional nos pone a pensar como en el alma de Hawks o Ford siempre hubo colado un Kurosawa y en la del japonés siempre hubo un desierto para Toshiro, bien y todo que el primero de los maestros norteamericanos algún día dijera que los únicos western posibles eran los que tenían de escenario el OK Corral y la cantina. Pero en sus habituales afanes maritales intergéneros, Jarmusch no se queda ahí, y en su carrera de relevos suelta igual el batón al gangsterismo de callejón que a la contemplación oriental, y el personaje central asume ambos conceptos éticos, para asumirse y subsumirse entre ellos, sin prevalencia absoluta de ningunos. Pues es que nuestro curioso Ghost Dog los funde en sí mismo, no obstante su camino final, ya lo indica el título, sea el del samurai.
Mas, Jarmusch parece rebosar la copa al zambullir toda esta amalgama de desangres urbanos y misticismo nipón en el ascetismo minimalista del hip-hop, locura que no sería tal de parar mientes en que en la esencia de éste se abriga el mismo componente multiabrevador del argumento. Y el sistema comunicacional del artista hip-hop entable en su signo de austeridad puntos de contacto con el del samurai. La áspera, agresiva partitura hip-hop de RZA que acompaña los pasos del protagonista contempla evocaciones sonoras de películas de kung-fú y desliza, sin embargo, en las letras conceptos extraídos de filosofías orientales. Ese personaje central de Ghost Dog: The way of samurai parece estar hecho para Forest Whitaker, quien nunca había sido tan grande desde Bird, y nos remueve la crisma desde la pantalla con su andar trepitante de guerrero de la jungla, de ideas lejanamente cercanas y continente rapero. Oso negro del asfalto de mirada extraviada y maneras contemplativas, que Jarmusch goza bañándolo de gravidez en esos tiros de cámara prestados de Ozu, en una película luminosa en su plasticidad, pura fruta exótica para paladar y entrañas.

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