La cinta blanca, película de
Michael Haneke merecedora del reconocimiento como Mejor Filme del Año en el
mundo por la FIPRESCI
durante 2009, amén de la Palma
de Oro en Cannes e innumerables otros lauros, es un filme que ameritaba su
comentario en La viña de los Lumiére. El austríaco de origen
germano Haneke (1942), taxidermista -a veces en extremo virulento por su carga
de pesimismo- de las putrefacciones humanas y sociales, maestro al examinar los
cauces y consecuencias de la violencia, director en fin siempre atendible del
cine contemporáneo (Funny Games, La pianista, El tiempo de los lobos, Caché…
todas sus películas revisten interés por una u otra razón) traza en el relato de
La cinta… preciso electrocardiograma del
corazón enfermo de la sociedad alemana prefacista corriente a inicios del siglo
XX. Refrenda lo anterior
mediante un abrasador estudio a pecho abierto sobre los gérmenes del odio y los
antecedentes del nazismo, el huevo de la serpiente diría Bergman, cuya base de
focalización es un pequeño poblado del Norte, y el epicentro humano varios de
sus moradores: de forma más específica el entorno hogareño de un pastor
luterano formador dentro de la más absolutista, recalcitrante y pétrea tabla de
valores a su progenie.
Los niños tiranizados,
personajes de La cinta blanca, objetos de humillaciones filiales de todo
género (sumisión, moralización radical, abuso psicológico, desprecio, incesto
incluso en el caso del médico del pueblo) y testigos mudos de demasiados
desbordes irracionales -evidentes u ocultos-de sus padres, reproducen cuanto
reciben. Por ende, Haneke infiere, y de hecho lo han expresado tanto él como
varios exégetas de su pieza, dichos chiquillos serían luego los soldados y
jefes del ejército del Führer, o quienes ayudarían a colgar esas “cintas” suerte
de estigmas étnicos a judíos, la raza descartable a ojos de esos mismos que
desde dos décadas antes de la cacería fermentaran su espíritu junto a las malas
uvas del delirio exclusor de aquel férreo sistema patriarcal reflejado por el
filme.
No obstante, coincido con la
crítica Daniela Vilaboa cuando expresa que el director/guionista “peca aquí por defecto al dejar de lado algunas otras cuestiones
que se pusieron en juego en aquella época para dar nacimiento a tremendo
horror, y deposita solamente en cierta ética religiosa las raíces ideológicas
del nazismo. Un análisis un tanto reduccionista si uno se pone a pensar que
este tipo de recortes sociales se podría hacer en muchos otros países de fuerte
raigambre protestante en donde el nazismo no pudo afianzarse como lo hizo en la Alemania de la Segunda Guerra (el
caso de Inglaterra es uno de ellos), o bien, en cientos de comunidades actuales
en donde la educación y la religión siguen funcionando con una doble moral, en
base a una culpa fundacional que gobierna todas y cada una de las acciones y un
alto grado de perversidad e hipocresía (las noticias diarias sobre los curas
adictos a la pedofilia es apenas la punta del iceberg de creencias y
estructuras religiosas que se hunden en el anacronismo, la falta de ética y la
detentación de un poder enfermo y maquiavélico). Haneke inclina la balanza, al
juzgar los motivos que dieron origen al régimen nazi, por la ideología que
sustentó una educación severa y de un fuerte ascetismo religioso, y desdeña el
gran factor económico, producto de la nada despreciable derrota del Imperio
alemán a manos de los Aliados, en 1918, cuando finaliza la Primera Guerra
Mundial. La Historia
es más compleja de lo que parece”.
Al margen de ello y de cierto regustillo moralista saboreado al final del visionaje a manera de sedimento postrero, la obra del filósofo, psicólogo y cineasta austriaco no deja de funcionar en tanto válida parábola en torno a la manera cómo son engendrados todos los fundamentalismos posibles, no solo el feto del nacionalsocialismo. La película del creador de El video de Benny habla de ello desde un tono de sobriedad y distanciamiento que no siempre arbitra a su dominio la capacidad de yuxtaponerse o injertarse tonalmente dentro de un relato donde también encuentra morada una historia de muertes, desapariciones y miedo de ambiente cerrado típica del cine de género. Esto último, en cambio, es concebido por Michael sin supeditarse en modo alguno a recursos efectistas, hecho que resulta casi hasta paradójico al repararse en las gradalidades siniestras de la trama, pero el cual a la larga no obstante le aporta más relieve al resultado final de su tratamiento en pantalla.
Al margen de ello y de cierto regustillo moralista saboreado al final del visionaje a manera de sedimento postrero, la obra del filósofo, psicólogo y cineasta austriaco no deja de funcionar en tanto válida parábola en torno a la manera cómo son engendrados todos los fundamentalismos posibles, no solo el feto del nacionalsocialismo. La película del creador de El video de Benny habla de ello desde un tono de sobriedad y distanciamiento que no siempre arbitra a su dominio la capacidad de yuxtaponerse o injertarse tonalmente dentro de un relato donde también encuentra morada una historia de muertes, desapariciones y miedo de ambiente cerrado típica del cine de género. Esto último, en cambio, es concebido por Michael sin supeditarse en modo alguno a recursos efectistas, hecho que resulta casi hasta paradójico al repararse en las gradalidades siniestras de la trama, pero el cual a la larga no obstante le aporta más relieve al resultado final de su tratamiento en pantalla.
El realizador europeo orquesta
un grand guignol horrorífico, apoyado, por arriba de todo, en atmósferas secas
e implacables articuladas, estas sí, con organicidad y maestría al análisis del
comportamiento individual y grupal en el pueblito de marras, en cuyas formas
mismas resultan advertibles las expresiones más psicológicamente violentas de
una educación enferma sostenida en el resentimiento y la severidad religiosa. Regida por
normas/reglas concebidas según el entendido tácito de una serie de dolorosos
infinitivos: anular, temer, fanatizar, incordiar, cegar…
Valga decirlo, nada de esto
fue inventado por Haneke, sino formó parte de modelos conductuales o
pedagógicos instaurados en la
Alemania primisecular. Lo que el hombre ha hecho es
conflictualizarlo, dramatizarlo, transformar el paisaje histórico-moral del
momento en circunstancia artística de fuste, donde el espectador será testigo
presencial de fortísimas pulsiones y un aura de fidenignidad tendente a
arrastrarlo hacia la trama, como el mismo personaje que narra en off.
Caligrafiado sobre una
escritura visual punteada en esplendente cuan locuaz blanco y negro -evocador
de reminiscencias dreyerianas y de la cosecha de Sven Nykvist para Ingmar
Bergman y decisión autoral justificable en tanto remisora automática a época
exenta de cualquier indicio polícromo en el legado factual, literario,
periodístico o fílmico-, opus casi tan “clásico” para Haneke en lo referido al
mecanismo narrativo y el montaje como podría serlo Una historia sencilla para
David Lynch, “La cinta…” es capaz de fundar en el narratario una percepción de
realidad ajena a mucho del cine fabricado hoy día a lomos del artificio, ambivalencias
manipulatorias con el punto de vista, fragmentación, narración a la inversa…
Haneke genera un
intelectualmente estimulante dispositivo no apto, sí, para todos los públicos,
donde existe un flujo de energía soterrada solo explícito en determinadas
instancias dramáticas. Constantes en su filmografía, no prescinde ahora, aunque
de modo menos explícito y más en la cuerda de la sugerencia que en trabajos
previos, de sus tradicionales cuotas de violencia y crueldad (esto no va a ser nunca El séptimo
continente o ninguna de sus dos Funny Games, si bien la muerte del pajarito
del pastor por su hija Klara y otras secuencias de La cinta blanca son
estremecedoras”) o de elementos del mejor cine de terror, como tampoco de esos
largos planos fijos que pueblan los 144 minutos del metraje, en los cuales “la
mitad de los espectadores ve que sucede algo, la otra mitad no percibe nada”,
para decirlo con sus propias palabras.
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