Varias de las obsesiones del realizador Gerardo Vera y del guionista Rafael Azcona procuraron un encuentro en La Celestina, del primero, el conflicto entre razón y pasión, el interés por las sinuosidades del comportamiento humano y la búsqueda de los meridianos de su mapa sentimental, propensiones reactivadas luego de este filme en Segunda piel y Deseo. Del segundo, importante figura de la historia del cine español ya fallecida, la visión satírica, lancinante, misógina, en cualquier caso atea del mundo. Gustos que ni de perlas para un combinado terrible en una posible gran película basada en un clásico cuyos presupuestos indican grandes convergencias con semejantes proclividades. Eso, so caso de haber existido un empaste respaldado por la coherencia interna de una unidad dramatúrgica con que no cuenta esta cinta hasta cierto punto estimulante, sensual, refocilante -sin dudas-, pero llena de baches en el anterior acápite y con soluciones y planteamientos de situaciones dramáticas solo parcialmente válidos.
Al punto de que ese
cardinal instante de inflexión dramática que debe representar el asesinato de
Celestina deviene en toda una gamberrada artística donde el hiriente parece que
va hacer cualquier cosa menos dar de puñaladas a la puta vieja más famosa de la
historia de la literatura. Como tampoco hay mucho imán ni pericia en la
composición de la escena de la muerte de Calisto, otro momento básico de la
diégesis. Algo lamentable, pues dicho pasaje (y luego el suicidio de Melibea)
refracta en la obra de Fernando de Rojas bajo cuyas enaguas la película coge
prácticamente todo su calor, todo su olor, la unidad amor-muerte de ese período
de cruce histórico del Renacimiento al Medioevo en el que fue escrito este raro
caso de pieza teatral y novela a la vez: identidad clave para valorar
conflicto, esencia, acciones de los personajes, contexto.
Vera y Azcona se deciden
por ser fieles al original literario; es así que siguiendo esa intención y lo
que se ha convertido ya en casi una moda, vehiculan una estructura dialogística
tan recitativa como los parlamentos del siglo XV, al tiempo que su historia
dobla casi cada esquina de un antecedente por el que se dejan impresionar
demasiado, su grandeza a un lado. Si a eso se suma que Gerardo Vera, aunque
aquí no haya fungido como tal, es un excelente director artístico (mucho mejor
que de películas) y que esa reconstrucción de época precisa, correctísima, en
mucho debida a su mano, nos mete sin remedio en el ombligo del medioevo
ibérico, amén de que la música de Alejandro Maso por sus apelaciones clásicas
no conduce por caminos diferentes, no queda duda del carácter académico de la
película. Versión convencional –término que no deslizamos asociado a su posible
acepción peyorativa-, bien apartada de esa vertiente del cine posmoderno
refrendadora de otros órdenes
deconstructivos de los clásicos, verbigracia la deliciosa Titus, Romeo y Julieta,
et al, La Celestina
esculpe a tropezones pero con dignos arrestos el drama amoroso-luctuoso
de los dos enamorados eternos. Binomio representativo del sensualismo y el misticismo
identificatorios de las épocas ensamblantes en su espacio histórico, precursor
de otro no menos famoso que se quiso y se murió en Verona.
El largometraje marca señales de avance en un cine nacional
sin marcada tradición hasta ahora en el abordaje de clásicos y películas de
época (si bien luego superado por Juana la Loca y Lázaro de Tormes), género demandante de
unos cuantos sacos de pesetas. Lo levantan, sobre todo, algunos de sus actores;
principalmente Maribel Verdú, quien para no variar muestra que actúa con su
cara y todo lo adicional -corvas incluídas-, aunque inobjetablemente lidera el
apartado la veterana Terele Pávez al asumir al vórtice dramático del filme,
Celestina. Según Menéndez y Pelayo, “ese genio del mal encarnado en una
criatura baja y plebeya, pero inteligente y astuta, que parece nacida para
corromper al mundo y encarrilarle por la senda lúbrica del placer”. Espécimen
nada privativo de los tiempos de Don Fernando de Rojas, pudieran hablerle
agregado Vera y Azcona, de no ceñirse tanto a los estándares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario