miércoles, 21 de enero de 2015

Vera y Azcona versionan un clásico de Fernando de Rojas


Varias de las obsesiones del realizador Gerardo Vera y del guionista Rafael Azcona procuraron un encuentro en La Celestina, del primero, el conflicto entre razón y pasión, el interés por las sinuosidades del comportamiento humano y la búsqueda de los meridianos de su mapa sentimental, propensiones reactivadas luego de este filme en Segunda piel y Deseo. Del segundo, importante figura de la historia del cine español ya fallecida, la visión satírica, lancinante, misógina, en cualquier caso atea del mundo. Gustos que ni de perlas para un combinado terrible en una posible gran película basada en un clásico cuyos presupuestos indican grandes convergencias con semejantes proclividades. Eso, so caso de haber existido un empaste respaldado por la coherencia interna de una unidad dramatúrgica con que no cuenta esta cinta hasta cierto punto estimulante, sensual, refocilante -sin dudas-, pero llena de baches en el anterior acápite y con soluciones y planteamientos de situaciones dramáticas solo parcialmente válidos.
Al punto de que ese cardinal instante de inflexión dramática que debe representar el asesinato de Celestina deviene en toda una gamberrada artística donde el hiriente parece que va hacer cualquier cosa menos dar de puñaladas a la puta vieja más famosa de la historia de la literatura. Como tampoco hay mucho imán ni pericia en la composición de la escena de la muerte de Calisto, otro momento básico de la diégesis. Algo lamentable, pues dicho pasaje (y luego el suicidio de Melibea) refracta en la obra de Fernando de Rojas bajo cuyas enaguas la película coge prácticamente todo su calor, todo su olor, la unidad amor-muerte de ese período de cruce histórico del Renacimiento al Medioevo en el que fue escrito este raro caso de pieza teatral y novela a la vez: identidad clave para valorar conflicto, esencia, acciones de los personajes, contexto.
Vera y Azcona se deciden por ser fieles al original literario; es así que siguiendo esa intención y lo que se ha convertido ya en casi una moda, vehiculan una estructura dialogística tan recitativa como los parlamentos del siglo XV, al tiempo que su historia dobla casi cada esquina de un antecedente por el que se dejan impresionar demasiado, su grandeza a un lado. Si a eso se suma que Gerardo Vera, aunque aquí no haya fungido como tal, es un excelente director artístico (mucho mejor que de películas) y que esa reconstrucción de época precisa, correctísima, en mucho debida a su mano, nos mete sin remedio en el ombligo del medioevo ibérico, amén de que la música de Alejandro Maso por sus apelaciones clásicas no conduce por caminos diferentes, no queda duda del carácter académico de la película. Versión convencional –término que no deslizamos asociado a su posible acepción peyorativa-, bien apartada de esa vertiente del cine posmoderno refrendadora de  otros órdenes deconstructivos de los clásicos, verbigracia la deliciosa Titus, Romeo y Julieta, et al, La Celestina  esculpe a tropezones pero con dignos arrestos el drama amoroso-luctuoso de los dos enamorados eternos. Binomio representativo  del sensualismo y el misticismo identificatorios de las épocas ensamblantes en su espacio histórico, precursor de otro no menos famoso que se quiso y se murió en Verona.
 El largometraje  marca señales de avance en un cine nacional sin marcada tradición hasta ahora en el abordaje de clásicos y películas de época (si bien luego superado por Juana la Loca y Lázaro de Tormes), género demandante de unos cuantos sacos de pesetas. Lo levantan, sobre todo, algunos de sus actores; principalmente Maribel Verdú, quien para no variar muestra que actúa con su cara y todo lo adicional -corvas incluídas-, aunque inobjetablemente lidera el apartado la veterana Terele Pávez al asumir al vórtice dramático del filme, Celestina. Según Menéndez y Pelayo, “ese genio del mal encarnado en una criatura baja y plebeya, pero inteligente y astuta, que parece nacida para corromper al mundo y encarrilarle por la senda lúbrica del placer”. Espécimen nada privativo de los tiempos de Don Fernando de Rojas, pudieran hablerle agregado Vera y Azcona, de no ceñirse tanto a los estándares.

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