Pese a la discreta visualidad cinematográfica, tendente a
acomodar la pieza dentro de un formato telefílmico -en tanto resultado de las
opciones de rodaje impuestas, el escaso presupuesto manejado para el diseño de
producción y el impróvido registro naciente del empalme entre modelos de
fotografía y montaje sujetos a la plena ortodoxia, más allá del oficio del
primer departamento- La Emboscada
(Alejandro Gil, 2014) plantea dispositivo narrativo con ciertas cuotas de
atracción e interés.
El relato del director de La pared -le entregó el argumento a Ernesto Daranas, quien
coejecutó el guion junto a Ania Molina-, coloca a un grupo de combatientes
cubanos en esta guerra sin nombre, aunque sepamos todos se trata de la de
Angola, durante la cual son presas de la emboscada del titulo, para erigirse
luego en blancos de aniquilación progresiva y de sigiloso cerco a los cuatro
supervivientes por parte de incorpóreo enemigo -siempre en subjetiva-, que los
rastrea con la visión nocturna del monstruo de Depredador.
El efecto de extrañamiento fraguado de cara a lo anterior
contribuye de alguna manera a personalizar el suspenso manejado en un filme
que, a la larga, empero, va mucho menos de conflagraciones bélicas que de
guerras internas, de combates filiales y puntos de vista antitéticos: prestos
no obstante a converger en determinado momento, más allá de las diferencias y
hasta de las conveniencias de la propia trama.
Los combatientes Rigoberto y Calixto, encarnados por Tomás
Cao y Patricio Wood (ambos actores lucen bien en su composiciones), rememoran,
en el parapeto donde resisten, las no-relaciones respectivas con sus hijos,
como parte de los continuos flash backs remisores a la existencia pretérita de
seres humanos tan complejos como lo somos todos y sometidos a helénicas pruebas
paternales. El clima ultraedípico asumido para ilustrar el antagonismo no
resiste su propio peso -ante su “lectura” el Turgueniev de Padres e hijos hubiese recabado algo de contención-, de forma que las declaraciones de principios
(envueltas en pugnas verbales) de los personajes advierten signos de hacer agua
al apostar a la peligrosa carta del subrayado de intenciones. Así, el subtexto
llega a contaminar el texto de manera no muy recomendable.
La mejor vía encontrada en procura de “equilibrar” la guerra
de baja-alta intensidad producida en el plano psicológico entre progenitores y
prole pasa entonces por una poco natural “unidad de contrarios” postrera, donde
se advierten frases tan poco elaboradas como esa “ahora sé de la madera que se
hacen los héroes” pronunciada por el hijo emigrado de Rigoberto tras volver de
una guerra en Asia con el ejército norteamericano, en cuyas filas se enroló tras
desplazarse hacia la nación del norte. Nada que ver, en lo absoluto, en cuanto
a intenciones, el conflicto cubano y el yanki, pero en fin, las reflexiones
aquí, para bien o para mal, forman parte de las dinámicas
conflictuales/psicológicas de los personajes y no mucho habría de objetarse en
tal sentido, si se repara en todo el contenido de dicho crucial diálogo que
intenta climatizar en tesis filosofal la divergencia generacional de puntos de
vistas latiente en la nervadura de una película que si tiene un objetivo harto
declarado es precisamente ese: los distintos modos de entender la realidad
social según los raseros decodificadores/exégesis morales de las diferentes
edades.
Con la otra dupla, la de Calixto e hijo, sucede algo también
hasta cierto punto cuestionable. A propósito, valga la digresión aquí: debe
tener algo de cuidado ya el cine cubano con la insistencia cansina en el dibujo
de ese tipo de personaje, como el defendido por Patricio, del revolucionario
robótico, desentendido de su familia en función de una causa que no le permite
saber nada más allá del fragor de su lucha: arquetipo empleado por diversos
realizadores y llevado a su máxima expresión de desgaste en ese burlón
aquelarre catártico de Juan Carlos Cremata titulado Crematorio. Justo con el vástago del combatiente incorporado por
Wood, y para seguir el hilo de la idea,
acontece otro de los momentos de menos sostenibilidad dramática en la
resolución del embate sanguíneo constante del filme. Hablamos de esa carta
redentora de “papi, yo al final te quiero mucho” remitida por el hijo que antes
le declamó en sus narices lo mal papá que era. Entendido desde la rivalidad/unión
ínsitas de las descendencias y sus gestores, allende y aquende, antaño y
hogaño, se comprende ese amor (yo al menos me lo creo); ahora bien, su
verbalización intempestiva -ubicada de forma oportunista, dado el momento de la
trama- raya lo molesto, al forzar la coexistencia, en presunta virtud de la
sangre y la situación límite atravesada en el punto del metraje, de universos morales
regidos por diferencias irreconciliables. Cuando se enuncia un postulado se
defiende en todas sus consecuencias; dorar la píldora lo deslegitima de cuajo.
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