Si no fuese
la frase más imbécilmente cursi de la galaxia, debería decírsele a Enrique
Álvarez: “gracias por existir” (en el cine cubano). No se trata de un gran
cineasta, tampoco es la suya una obra que, desde mi personal manera de entender
este arte, encontrará trascendencia en la historia de la pantalla; sin embargo,
el hombre encontró perspectivas expresivas que -al menos- lo singularizan dentro
de un cosmos semimesmerizado (si nos olvidamos de la narrativa audiovisual
joven, tan imperfecta aunque muy diversa en lo estilístico-conceptual) y, por
consiguiente, aportan pluralidad estética, discursiva y argumental a la
pantalla nacional, requerida de ello desde hace mucho tiempo.
Luego de la
gibariana Marina (2012) -la obra del
director preferida por el comentarista, quien nunca perteneció a la feligresía
de La ola (1995)-, y la tan
claustrofóbica como descartable Jirafas
(2013), Álvarez toma la calle de la noche habanera, abierto y cosmopolita, para
levantar en la ahora estrenada Venecia
(2014) una película interesada en proponer (sin aspavientos, a la chita
callando, carente de guindas filosofales) planteos interpretativos acerca de la
compleja simplicidad de la vida, el inasible sentido del “destino”, los
anhelos, frustraciones, la dicotomía entre la realidad y la entelequia, las
construcciones imaginarias, el deseo de lo quimérico en contraposición a la
realidad aplastante, el “¿qué va a ser, o vamos a hacer, hoy, mañana, de todos;
e importa algo a la larga?, la complicidad volitiva entre las personas,
doquiera. Y tal ecumenismo, per se,
de igual modo otorga puntuación a la hora de pensar/apreciar/agradecer un filme
(y por añadidura, pese a su singularidad, un panorama) endógeno adscrito,
ahora, a proclividades semejantes.
Dentro de
un relato en el cual no tanto como analogías o reminiscencias a la Nouvelle Vague o al Free Cinema, ya algo
veteranillas al día de hoy, el parentesco más cercano sería la versión menos
mumblecore del indie urbano estadounidense, habría de agradecérsele a Álvarez
-y contradictoriamente impugnársele al mismo tiempo-, el hecho de no ponerse en
el papel del Gran Arquitecto, el mentor encargado de condicionar, trastocar y decidir
el albedrío de sus tres jóvenes protagonistas. La misma libertad de las
muchachas es advertible aquí en la manera de construir el mecanismo de una
“puesta” en pantalla que casi reniega de tal, en pos de “contaminarse” de su
mismo itinerario improvisado. ¿Qué ocurre entonces? Dicha autonomía se
convierte en boomerang del creador en la organicidad, el basamento dramático,
la lógica de desarrollo argumental de una pieza necesitada de mayor intensidad
narrativa, menos laxitud, mayor contrapeso a sus filias distásicas y no por
último menos importante un nivel superior de conformación de los personajes.
Quien
escribe, lo confiesa, no logra encontrar el interés motivador para seguirles la
ruta a las jóvenes empleadas de la peluquería en su “party after work”. Me
resultan tan antiflojitínicas sus decisiones, veo tan escaso potencial
histriónico en Claudia Muñiz (la actriz-fetiche del director), me va tan poco
el GPS emocional de los tres personajes femeninos centrales que, llegado un
punto, visiono el resto del metraje en piloto automático y parafraseo al viejo
Aznavour: Venecia sin mí. Es necesaria e importante la existencia de este tipo
de cine, pero, en el caso de hoy, a la larga definitivamente paso.
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