domingo, 19 de julio de 2015

La ciudad



Ya Chaplin dejaba sentado que entre las funciones de la pantalla no figura justamente la de aburrir al espectador, y la en tal premisa contraria al axioma, El viajero inmóvil (2008), de Tomás Piard, no solo desestimaba el aserto a rajatabla, sino que se erigía en compendio increíble de todo cuanto un realizador no debe hacer al plantearse una puesta en escena, por muy a ultranza “indefinida” que añorase ser.  La indefinición del filme venía muchísimo menos por una presunta identidad con emblemas posmodernos o por el deseo, ex profeso, de parecerlo, tanto como porque el creador de Ecos en realidad nunca tuvo bien en claro que se traía entre manos.

Los desastres de la guerra (2012), la siguiente película del realizador, representó un rancio patchwork cuyas señas iconográficas remitían a millones de cosas dentro del concierto audiovisual global postapocalíptico, pero aquellas nunca tan pedestremente filmadas como esta. Declamatoria, recitativa, solemne hasta lo luctuoso, cansina, habitada por personajes inexistentes (eran una masa amorfa), plúmbea, farragosa, verbosa, dicha supuesta metáfora sobre el poder devastador de las conflagraciones provocaba una estampida semejante a cualquier agresión bélica real. 
  Tras la inmasticable Si vas a comer, espera por Virgilio (2013),  llegamos a La ciudad (2015), el más reciente filme del director, de estreno ahora en todo el país. Vuelve a incurrir aquí, otra vez, el cine nacional en la dicotomía frontal de supeditar conceptos temáticos de plausibles intenciones a registros dramáticos que caricaturizan, sin quererlo, cuanto se anheló plantear desde una mirada seria y consecuente con la gravedad del fenómeno aludido. Ya desde Sumbe (Eduardo Moya, 2010) a acá son varias las piezas cinematográficas locales reafirmantes de la paradoja verificable entre la nobleza de los propósitos argumentales manejados y la incapacidad de defender tales postulados dentro de la latitud de una argamasa dramática sustantivada en la solidez del guión, la puesta en escena o las soluciones manejadas por los creadores.
Muy frescos en la memoria ese par de despropósitos llamados Omega 3 (Eduardo del Llano, 2014) y Vuelos prohibidos (Rigoberto López, 2015), visionamos La ciudad. Se trata de una pieza audiovisual que, en apenas la hora rala, no pierde el tiempo para asombrar por la ineptitud con que resulta manejada su historia, preñada de anorexia e ingravidez. Dividida, a la manera de aquellos filmes italianos de inicios de los ´60, en tres cuentos que en el actual caso observan como hilo conector el espacio vital de La Habana y la inexorable cuestión criolla de la emigración -tema harto tratado desde Lejanía (Jesús Díaz, 1985) y Vidas paralelas (Pastor Vega, 2003) por  nuestro cine-, el primero de los tres intervalos sigue la pista de una mujer llegada del exterior y su contacto callejero con otra a cuya vera compartió amistad y en presunción algo más íntimo años ha. Pero la que se quedó en Cuba, al parecer en suerte de mea culpa filo quinquenio gris extraído de una versión para preescolar de un pasaje de novelas de moda, la “traicionó” ante las autoridades docentes durante los años estudiantiles, obligándola al éxodo. A ver, eso sucedió, e incluso peor; mas expresarlo de manera tan roma ningún mérito posee. Lo cierto es que desde el justo momento cuando ambas mujeres se encuentran en la ciudad hasta que la exiliada lleva a la afincada a casa de la madre, y pasa cuanto pasa luego con la veterana y la natural y la visitante, todo aquí sabe/huele/rezuma falsía e impostura. Cada frase es un perchero puesto en el aire para acomodar una idea acomaditicia, valga bien la redundancia. Una buena actriz como Luisa María Jiménez no tiene ni la sospecha de qué hacer con su no-personaje y el camino a la anagnórisis le pesa el doble que el mundo a la espalda de Atlas. Ridículos hasta la tortura, tales fotogramas conducen al plano de la mofa cuanto, al menos en sus lejanos ecos argumentales aunque nunca trasuntado ello al guion, parecía un material de base factible de posibilidades de desarrollo.
El segundo relato compensa algo el balance cualitativo. Igual, callejeramente, han de toparse otros dos viejos amigos/más que amigos de la juventud. Omar Alí es el mantenido en la Isla, dedicado a la música. Patricio Wood incorpora al cubano instalado allende las fronteras. Curiosidad: la catarsis redentora de este último con Héctor Echemendía, el padre del primero, sea quizá la más dura propalada por personaje alguno del cine cubano sobre la melancolía vital del sujeto desarraigado. El diálogo entre ambos personajes hace tilín más llevadero el segundo cuento, salvado por la citada revelación de cuitas, tres o cuatro líneas y el deseo de Wood y Echemendía por preservar el aire de una goma, no obstante, desinflada a la postre. Alí, inmutable, repite su mono registro de Tras la huella y pasa por el personaje sin saber que ha pasado.
El tercer y último de los cuentos resulta casi tan malo como el inicial, pese a amagar -solo a leve ráfagas- la transmisión de una ternura romántica que no se veía, bien, aquí, desde Personal Belongings (Alejandro Brugués, 2007). ¿Por qué le permitieron recitar todos sus parlamentos a la actriz¿  ¿Por qué esas poses hieráticas cuyo culmen es esa contraespalda inicial de los amantes contrariados? ¿Por qué cada tiro de la cámara y cada palabra antedicen los siguientes, en cuanto deviene oda suprema a lo predecible¿
El hecho de que, en lo visual, el filme se aparte de la “estética de la miseria” de mucho cine cubano, para usar las propias palabras del realizador, ni le resta ni le aporta a la solidez de la puesta en pantalla. Las escenas de los girasoles; Hechemendía leyendo, caramba, El libro de la ciudad y Wood-Alí con Martí en el medio parecen más bien coñas que declaración de intenciones. A destacar la apoyatura musical de Patricio Amaro. Sin más, hasta el próximo Piard.

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