Exhibido en Cuba a través del canal Multivisión -el cual así
oxigena su parrilla, infectada de series de cuarta categoría- el material de
cuatro episodios constituye, ante todo, contundente estudio de personajes,
deudor como la pieza toda de la gran tradición novelística familiar
estadounidense, que tiene en el central que intitula a la serie su edificio
caracterológico más sublime.
Estamos con la Olive
Kitteridge-personaje central, construida en composición
bestialmente buena por esa actriz de otro mundo nombrada Frances McDormand,
frente a una criatura bien compleja, fatalista, depresiva, sometida a
resignaciones y resentimientos, frustraciones, dolor concentrado y fuerte
malestar consigo mismo por las posibilidades perdidas, al acaso no cursar su
vida hacia el destino por ella añorado. Aunque con rasgos de ínsita nobleza.
Entre sus elucubraciones posibles, esta maestra de un
pueblito costero de Maine -seguida por el relato en arco espacial de 25 años-,
muy probablemente hubiera añorado otra vida diferente a la llevada junto a su
bonachón esposo Henry (el Richard Jenkins de Dos metros bajo tierra e imprescindible secundario de tantas piezas
vuelve a estar magistral aquí) y su hijo. Sin embargo, no es capaz de abandonar
a los actores de ese camino no imaginado; pero hacia el que de forma paradójica
también guarda -a su manera-, cariño, fidelidad e incluso podría hablarse hasta
de amor, porque ella quiere según su peculiar canon a una familia configurada
en el principal escenario de expresión de las contradicciones de alguien
desarmado en su rudeza débil, desmontado en su naturaleza tan displicente e
incómoda como desprovista del tipo de afectos que la puedan encender, por el
guion de la dramaturga Jane Anderson.
A la Olive personaje, quien posee
más capas que una cebolla blanca y es menos allanable que los burgueses viejos
balzacianos, se le detesta y adora a partes maleables. Capaz de ventilar
mediante naturalidad brutal sus pensamientos más íntimos y elidir la dignidad
de su contraparte filial, ella acaricia la rutina desde la dogmática ortodoxia
ritual de quien guarda placer con el hecho de ver un escenario doméstico solo
con arreglo a sus normas, en cuya consecución obnubila sentidos y puede
descarriar el tacto, para apisonar de ese modo los sentimientos de los suyos,
herirlos, lastimarlos. He aquí los árboles psicológicos pobladores del bosque
de incomunicación tendido ante su hijo Christopher, aun durante la recta de la
trama cuando este se casa y tiene descendencia, bien lejos ya del hogar de la
matriarca. Mas, tras el corpachón resabioso de la vieja dama irrigan distintas
corrientes de pulsiones emotivas (eso sí, nunca proyectadas al grado debido
hacia quienes más debieron merecerlo: esposo e hijo), que tuvieron su
antecedente en el romance con un compañero de claustro y aflorarán otra vez a
la superficie luego de la muerte de Henry, cuando ella encuentra una tardía
chispa iluminadora de su etapa final.
McDormand está aquí,
suerte nuestra, para levantar al singular personaje, dotarlo de humanidad y
verosimilitud, volverlo comprensible pese a su ingrata hechura moral, en cada
momento del decurso de la existencia contada. La actriz ganadora del Oscar por Fargo hace diecinueve años se
transustancia en la señora Kitteridge y la instituye en arte, desde dentro
hacia fuera, a lo largo de los 230 minutos de esta miniserie exquisita
merecedora de varios premios Emmy, cuyas muy fílmicas formas -cual acostumbra
HBO-, le valieron su proyección en el Festival de Venecia: algo poco usual en
tales certámenes y elocuente de las cada vez más permeables fronteras entre
teleficción y cine.
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