Franja voluminosa del cine actual confiere preeminencia al
artificio de la puesta en escena o al impacto sobre los sentidos por arriba de
la caracterización de los personajes, por encima de rentabilizar los rasgos de
su psicología personal para definir las instancias argumentales de los relatos.
Sin embargo, cuando tras la cámara dirigen cineastas sensibles sin ataduras
comerciales e interesados en hurgar y no panear, además conscientes de la
grandeza extrema y la debilidad infinita del ser humano, lo trasuntado entonces
al lienzo fílmico son verdaderas pinturas de almas cuyo aliento literario (aun
sin provenir del universo de los libros) define la densidad, el peso específico
de narraciones de consistencia, fibra, calidad artística.
Tourist, película
del director sueco Ruben Östlund, se aviene justamente con lo planteado en el
primer párrafo. Es esta una obra que analiza un extraño punto medio de
determinado tipo de seres humanos donde la cobardía se traduce, confunde o
justifica con/en el instinto de conservación. El conflicto aquí surge de la
siguiente premisa dramática: una familia sueca (el padre Tomas, la madre Ebba,
dos hijos pequeños) cena en la terraza del hotel de Los Alpes franceses donde
se encuentran de vacaciones, cuando una inmensa avalancha desciende de las
montañas y todo hace indicar que los aplastará. En vez de proteger a los suyos,
el padre solo atina a darse a la precipitada, no sin antes recoger de la mesa
sus gafas y el móvil.
La nieve no llega a hundir a los comensales porque se
trataba de una avalancha controlada por los especialistas en pos de favorecer
los terrenos para esquiar. Antes de llegar al edificio, cesa; todos se salvan.
Al rato, aparece el progenitor que huyó despavorido, intentando convencer en lo
adelante a los suyos -en especial a la esposa- y a sí mismo de que o bien no
hizo lo hecho, o “no lo recuerda”, o su actitud fue la normal. De ahora en más,
advendrá otro tipo de alud sobre ellos, al ponerse en entredicho la solidez del
edificio familiar.
El quiebre interno de la relación supone el parteaguas tonal
absoluto de un filme que transita, a partir de dicho punto de inflexión, de la
armonía inicial del cuadro familiar al registro de vulnerabilidad que irrigará
el torrente sanguíneo de Tomas y Ebba por el resto del metraje. Otra pareja con
la cual estos comparten en el hotel será el puente empleado por el guionista y
realizador Östlund a efectos de intercambiar los proyectiles dialogísticos de
ambos protagonistas.
La profundidad, agudeza y tensión generadas durante toda
esta lancinante refriega emocional -de visos externos e internos- descubre
rasgos sumergidos del carácter de los contrariados turistas a través de
pequeñas frases, ademanes incoherentes, comunicativos silencios, disrupciones…,
y conduce a la película por el camino de un estudio soberbio sobre la
maleabilidad, la ductilidad de la naturaleza humana; en torno al comportamiento
según el ambiente circundante. Nadie es perfecto, aun siendo una buena persona,
como -pese a todos sus defectos- lo son de alguna manera Tomas y Ebba.
Sin desdibujar u obliterar las cartas náuticas éticas de un
ser humano, mucho más si es padre y contrae la encomienda natural de
responsabilizarse y cuidar a los suyos, Östlund tampoco la toma contra el
hombre hundido, e incluso equipara su actitud con otra análoga demostrada por
su mujer al cierre, exponente de la reacción asociada al instinto de
supervivencia reflejo en situaciones de peligro extremo. No tanto como afirmar
que tal tendencia sea irreductible en la generalidad de la especie, ni mucho
menos defender tamaña proclividad signada por el débil egoísmo más
individualista, lo que al creador de Play
le interesaría más bien apuntalar acá sería la interrogante de si la calidad
integral de un ser humano ha de medirse de acuerdo con determinado impulso
animal, de hecho tan humano. La persona es la suma de múltiples componentes y
por regla la resultante del ensamble no redunda en trabajos perfectos; solemos
fallar, ser ordinarios y decepcionantes hasta cuando duele o daña más incurrir
en ello, indicaría un director que no señala con el dedo ni ubica en tal
función a un espectador al que en todo caso compulsa a posicionarse en la
perspectiva de los personajes centrales.
El miedo, la incertidumbre, la incomodidad, el desasosiego,
el pesimismo y la falta de credibilidad en el otro (también el amor que a sí
mismos se profesan) son incorporados de forma magistral por dos intérpretes que
continúan haciéndole gala a la escuela nórdica de actuación: Johannes Bah
Kuhnke y Lisa Loven Kongsli. Los dos visibilizan la fragilidad de Tomas y Ebba
mediante rotundez escandinava (en ambos hay depositados grasa de Bergman, pelo
de Vinterberg y uñas de Von Trier) en una cinta cuyos aciertos van más allá del
guion, la dirección y el reparto, para a estos sumársele el talento visual, sus
singulares dosis de humor negro, esas opresivas atmósferas de calculado enrarecimiento
y la polisemia de una fotografía cuyos planos fijos denotan la blancura
esplendorosa del medio a efectos de establecer el contraste con la oscura
inaccesibilidad del alma de los hombres.
Elegida Mejor Película en la sección Una cierta mirada de
Cannes 2014, Tourist también obtuvo
seis premios Guldbagge de la Academia Sueca, donde venció a la aclamada Una paloma se posó en una rama a reflexionar
sobre su existencia, León de Oro en
Venecia y electa Mejor Película Europea de 2015 junto a la italiana La juventud, de Paolo Sorrentino.
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