domingo, 3 de abril de 2016

La sentina del poder




Con la salvedad de la sobrevalorada El ala oeste de la Casa Blanca (NBC, Aaron Sorkin, 1999-2006) y la muy superior Boss (Starz, Farhad Safina, 2010-2012), la política como tema puro representa uno de los motivos argumentales menos husmeados por la teleficción dramática estadounidense del siglo XXI, a partir de una asunción dentro del género dramático hablamos y no en la variante humorística transitada por esa comedia de altura de HBO que es Veep o en la tesitura para la entretención sin pensamiento de naderías tipo Scandal, Agente X o Madame Secretary. Ausente en el espacio catódico local una presencia de peso en tal sentido, a la manera de la danesa Borgen en el contexto europeo, resulta bienvenida una serie de fuste, rica, enérgica y sin pelos en la lengua como House of Cards (Netflix, 2013, la primera temporada-la cuarta se estrenó el pasado 4 de marzo), la cual la televisión cubana tuvo el acierto de estrenar en horario de máxima audiencia a través de Multivisión.

Inspirada de forma tangencial en la serie homónima difundida en 1990 por la británica BBC con el título en castellano de Castillo de naipes -de ahí el motivo de nuestros programadores de anunciarla bajo dicha denominación, no obstante esta versión EUA no contó con tal traducción a nivel mundial-, se centra en la historia de crecimiento político de Frank Underwood (Kevin Spacey magnífico, al nivel de American Beauty: no sobreactúa, el personaje demanda la proyección teatral observada) y es un muestrario hiperrealista de cuánto implica escalar peldaños dentro de los sinuosos laberintos del poder en Washington, del cementerio de almas a construir en el camino.
 House of Cards no se reserva cartas al lanzar sobre la mesa la sordidez de un mundo donde el Maquiavelo de 1513 de El príncipe queda como niño de pecho ante tanta manipulación, engaño, alevosía, desvergonzado pragmatismo, traiciones y alianzas antinatura a favor de ascender puestos y conseguir galones en la carrera de obstáculos del Congreso y del despacho presidencial. Trayecto donde deben echarse a un lado o reducirse a cenizas conceptos cardinales como ética o dignidad; e igual los principios que algún día pudieron esgrimirse, ahora a merced del último magnate con el cual se contrajo una deuda, de curvas de encuesta, de las tendencias de los informativos.
  Los shakesperianos Frank y su esposa Claire (una Robin Wright excelsa en el papel de su vida) constituyen dos cínicos maquinadores vacíos, sin otro interés que el poder. Su único reforzador emocional -adulterios pasajeros, enconos o hobbies son nubes de paso, porque dependen, mucho más él, del acople biunívoco y del horizonte compartido para subsistir- es detentarlo. Son par de animales políticos, que elucubran cada acción en base al grado de utilidad a reportar. El creador, Beau Willimon, sabedor de poseer en pantalla dos grandes personajes, trabaja a placer con ambas figuras humanas afincadas al costado amoral de la doblez permanente, del timo, la mímesis. Auerbach los hubiese amado. Suponen almendra y quintaesencia de la pieza serial.
El villano Underwood rompe la cuarta pared, le habla directamente al público, instándole a sumergirse en el mayor espectáculo del mundo, la política yanqui, con temperancia propia de un Ricardo III. El anfitrión comparte con el receptor sus próximas jugadas, la traición a advenir, la estocada a practicar en el próximo acto de una tragedia donde no se encuentran las brujas ni la solemnidad de Macbeth pero sí la estela desoladora de las acciones desatadas por la inverecundia salvaje del cetro, referidas por el dramaturgo inglés.
 House of Cards propone en su primera temporada interesante observación sobre los nexos entre la alta política norteamericana y el periodismo, si bien la relación entre Underwood con la joven reportera está llena de ingenuidades y el torpe asesinato del congresista a la redactora supone el giro más inmaduro registrado en el guion de una serie seria como esta. Mucho más eficiente resulta el modo cómo la segunda temporada analiza la interacción entre el poder político y el económico. El personaje del billonario Raymond Tusk, de alto grado de influencia sobre el presidente, aporta credibilidad, peso específico a una obra que se toma entonces otras licencias estúpidas (muy del golpe de efecto típico de algunas cadenas de cable, en pos de epatar más que impactar), cual el ménage à trois entre los Underwood y el guardaespaldas en la tercera. Irrelevante se torna la dilatada subtrama de la relación platónico-romántico-criminal del secretario de Frank Underwood con la prostituta.
Tales falencias, mas el tono lúdico seguido en ocasiones de forma que desentona con la gravedad del superobjetivo temático, unido a la falta de posicionamiento ideológico del relato, se acrecientan a medida que avanzan las temporadas. Del mismo modo, al sumar episodios el arco de asuntos rebasa el plano interno, al aparecer los consabidos ataques del audiovisual norteamericano a Rusia. La taxonomía del personaje del presidente ruso, suerte de alter ego putiniano al capricho hollywodense,  es tan caricaturesca, tan de comic y del manual de cartón de villanos eslavos de la Guerra Fría (de la anterior, porque hoy existe pero sin el mismo nombre), que también deviene contradictoria en una serie así. Ignoro por qué el creador Willimon incurre en tales estereotipos, a resentimiento supino del resultado final, y que incluso se presten para seguirle el juego directores de la talla de David Fincher u otros de renombre como John Dahl, James Foley, Agnieska Holland, Jodie Foster o la propia Robin Wright al mando de algunos capítulos. Por cierto, la ruptura entre Claire, el personaje encarnado por esta última, y el Frank presidente de los Estados Unidos de la tercera temporada, es manejada no tanto sin el caudal de antecedentes o premisas dramáticas como de una forma violatoriamente abrupta. Y es -otra más- de las colisiones discursivas de House of Cards.
  Esta primera histórica serie lanzada en streaming (directo en internet) por Netflix la compañía de distribución digital de contenidos audiovisuales on-demand, muestra por evidencia e inducción el excremento sedimentado en las cloacas del poder en Washington, pese a bordear en ocasiones una delgada línea de ambivalencias polisémicas donde la posible censura al status quo se ve autoneutralizada por el regodeo endorfínico, juguetón, con un circo humano en cuya carpa hay más deformidades que en el de Tod Browning de la cinta de 1932, pero del cual no se toma la debida distancia, sino hasta llega a ser dado por “normal” a un punto del guion, a ofrendarse en motivo de solaz acrítico para un narratario a quien acaso se le pretende atestiguar el carácter ineluctable de esta chanchada que controla el destino del planeta ante la inacción de una masa, un cuerpo social afantasmado, inexistente para House of Cards. 

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