Sumida
en la ausencia de certezas de quien no puede adivinar su mañana, la especie
humana tiene en la alternativa de la conjetura factor de equilibrio emocional
que le permite aplacar la ansiedad generada por lo insondable de su sino. De
siempre sometida a tensiones -personales, familiares, sociales…-, no obstante,
las circunstancias del contexto donde transcurren las vidas de las personas inciden
de manera remarcada en apaciguar fantasmas, miedos y demonios ínsitos de la
raza. No va a ser nunca semejante el encefalograma de conciencia de un
habitante de Mogadiscio que el de otro de Zurich. Empero, llegado el actual
momento de la humanidad, cuando los ya de por sí reducidos oasis del bienestar
inexorablemente se desertifican, muchos pensadores occidentales, y también de
nuestro Sur, trazan sus interpretaciones del naufragio mediante ensayos,
novelas, sinfonías, escenificaciones, obras de arte o piezas audiovisuales
erigidas en exégesis posibles de la desorientación general, las cuales resultan
de necesaria incorporación a nuestro acerbo en pos de asistir al discurso
explicativo intelectual de la agonía.
Dentro
de esta suerte de obligadas traducciones del caos, la teleficción europea y
estadounidense del siglo XXI ha introducido aportes a considerar, más allá de
su cuerda menos “profunda” que otras aproximaciones de las arriba mencionadas,
a través de series que de algún modo replantean, iluminan o irrigan nuestras
elucubraciones en torno al cuasi calamitoso espacio colectivo de la
superpoblación, la asfixia medioambiental del planeta, la ya eterna crisis
económica, la mentira política de los grandes centros de poder, los etnicidios,
los fundamentalismos, la narcoguerra, el crimen organizado a su máxima expresión y el auge de
enfermedades. Con independencia de sus calidades específicas, de la francesa Les Revenants o la británica Black Mirror a las norteamericanas Lost, Flashforward, The Walking Dead,
Sense 8 o Wayward Pines se transubstancia en imágenes la ecuación irresoluta
-a falta de un consenso definitivo sobre el posible decurso/cierre-, puesta en
pizarra ante la incógnita de supervivencia de un mundo que, asido a dichos
fotogramas, no deja de fantasear sus posibles decursos o desenlaces. Con
hálitos de esperanza, solo eso; puesto que optimismo no es algo impregnado acá.
Justo
de Damon Lindelof, uno de los creadores de Lost,
en colaboración ahora con el novelista Tom Perrotta (quien co-gestiona el guion
de los 20 capítulos existentes hasta el momento, a partir de su propia novela
homónima), es una serie como The
Leftovers, transmitida por la televisión cubana. En el episodio piloto
queda definido el pie de conflicto central a partir del cual se bifurcarán las
tramas y las curvas evolutivas de los personajes: de forma súbita, desaparece
el dos por ciento de la población mundial. Muchos pierden un familiar. ¿Castigo
divino, abducción extraterrestre, juego macabro? Los afectados, tres años después, se formulan sus interrogantes, sin que ningún
indicio les proporcione los elementos para desentrañar el misterio. Tras la
“Ascensión” de 140 millones de almas, tanto el punto de vista de las personas
perjudicadas por la evanescencia de sus seres queridos como el de las libradas
del azote mostrará inusitadas transformaciones que, en última instancia,
verbalizan el punto de giro de la naturaleza humana ante situaciones extremas.
Como
ninguna serie norteamericana actual, The
Leftovers habla elocuentemente del dolor, del vacío existencial y la
capacidad de renuncia dimanados de hechos traumáticos; y como ninguna otra
serie norteamericana actual impugna el modelo de vida preconizado en esa nación
y el resto del Occidente neoliberal, cuya desidia, fatuidad y falta de orden
lógico deplora.
Buñuelianamente
surrealista, bizarra y sujeta por largos momentos de fuga a un frenesí que a la
vez es blasón y baldón, dados sus inherentes descubrimientos y
desviaciones/corrupciones dramatúrgicas, The
Leftovers (HBO, 2014-2016, se prepara la tercera temporada) representa un
trabajo sui géneris donde los creadores fabulan a su aire, sin elemento
contendor alguno salvo el alcance de su imaginación, la cual parece bien vasta,
vista la serie.
Catálogo
visual, psicosocial, ilustrativo de la desazón y el malestar contemporáneos, el
material de Lindelof-Perrotta logra somatizar en singularísima urdimbre el
espíritu local y global del desconcierto, para traducirlo en planteamientos que
parecen desnudar (en tanto subsumen los rasgos taxonómicos de estos) a sus
receptores, en virtud de su capacidad de comunicar el miedo y la desolación
gravitantes sobre la especie.
Provista
de enigmática aura, volantazos argumentales que descolocan o resignifican lo
dado por sentado, atmósferas enrarecidas y un primoroso estudio de las
percepciones y pulsiones menos ordinarias de su galería coral de personajes, la
serie no acusa prisa para desarrollar su cautivante, poderosa narrativa, sin
interés en momento alguno por complacer a ese concepto tan manipulado de los
“públicos mayoritarios”. Causante, por consiguiente, de no pocas reconvenciones
del narratario mundial, la obra parece seguir como ninguna el ya célebre axioma
de David Simon, creador de The Wire,
la mejor serie de la historia según encuestas: “que se joda el espectador
medio”.
Con The Leftovers, tan subyugante como presa
de sus a veces bastante censurables caprichos de guion (existen episodios en
los cuales la intención disruptiva tórnase semi agresiva) no hay medias tintas:
se entra en su rueda y - aun a sabiendas de esos defectos que no lastran el
alcance total-, se comprende su movimiento interno; o se abomina. En camino de
evitar lo segundo conviene no perderle ni un minuto a cada uno de los
episodios, puesto que el orden de sentidos de esta construcción
audiovisual depende en gran medida de su
obsecuente seguimiento.
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