miércoles, 27 de julio de 2016

Audiovisuales ¿o interpretaciones del naufragio?



Sumida en la ausencia de certezas de quien no puede adivinar su mañana, la especie humana tiene en la alternativa de la conjetura factor de equilibrio emocional que le permite aplacar la ansiedad generada por lo insondable de su sino. De siempre sometida a tensiones -personales, familiares, sociales…-, no obstante, las circunstancias del contexto donde transcurren las vidas de las personas inciden de manera remarcada en apaciguar fantasmas, miedos y demonios ínsitos de la raza. No va a ser nunca semejante el encefalograma de conciencia de un habitante de Mogadiscio que el de otro de Zurich. Empero, llegado el actual momento de la humanidad, cuando los ya de por sí reducidos oasis del bienestar inexorablemente se desertifican, muchos pensadores occidentales, y también de nuestro Sur, trazan sus interpretaciones del naufragio mediante ensayos, novelas, sinfonías, escenificaciones, obras de arte o piezas audiovisuales erigidas en exégesis posibles de la desorientación general, las cuales resultan de necesaria incorporación a nuestro acerbo en pos de asistir al discurso explicativo intelectual de la agonía.


Dentro de esta suerte de obligadas traducciones del caos, la teleficción europea y estadounidense del siglo XXI ha introducido aportes a considerar, más allá de su cuerda menos “profunda” que otras aproximaciones de las arriba mencionadas, a través de series que de algún modo replantean, iluminan o irrigan nuestras elucubraciones en torno al cuasi calamitoso espacio colectivo de la superpoblación, la asfixia medioambiental del planeta, la ya eterna crisis económica, la mentira política de los grandes centros de poder, los etnicidios, los fundamentalismos, la narcoguerra, el crimen organizado  a su máxima expresión y el auge de enfermedades. Con independencia de sus calidades específicas, de la francesa Les Revenants o la británica Black Mirror a las norteamericanas Lost, Flashforward, The Walking Dead, Sense 8 o Wayward Pines se transubstancia en imágenes la ecuación irresoluta -a falta de un consenso definitivo sobre el posible decurso/cierre-, puesta en pizarra ante la incógnita de supervivencia de un mundo que, asido a dichos fotogramas, no deja de fantasear sus posibles decursos o desenlaces. Con hálitos de esperanza, solo eso; puesto que optimismo no es algo impregnado acá.

Justo de Damon Lindelof, uno de los creadores de Lost, en colaboración ahora con el novelista Tom Perrotta (quien co-gestiona el guion de los 20 capítulos existentes hasta el momento, a partir de su propia novela homónima), es una serie como The Leftovers, transmitida por la televisión cubana. En el episodio piloto queda definido el pie de conflicto central a partir del cual se bifurcarán las tramas y las curvas evolutivas de los personajes: de forma súbita, desaparece el dos por ciento de la población mundial. Muchos pierden un familiar. ¿Castigo divino, abducción extraterrestre, juego macabro? Los afectados, tres años después,  se formulan sus interrogantes, sin que ningún indicio les proporcione los elementos para desentrañar el misterio. Tras la “Ascensión” de 140 millones de almas, tanto el punto de vista de las personas perjudicadas por la evanescencia de sus seres queridos como el de las libradas del azote mostrará inusitadas transformaciones que, en última instancia, verbalizan el punto de giro de la naturaleza humana ante situaciones extremas.

Como ninguna serie norteamericana actual, The Leftovers habla elocuentemente del dolor, del vacío existencial y la capacidad de renuncia dimanados de hechos traumáticos; y como ninguna otra serie norteamericana actual impugna el modelo de vida preconizado en esa nación y el resto del Occidente neoliberal, cuya desidia, fatuidad y falta de orden lógico deplora.

Buñuelianamente surrealista, bizarra y sujeta por largos momentos de fuga a un frenesí que a la vez es blasón y baldón, dados sus inherentes descubrimientos y desviaciones/corrupciones dramatúrgicas, The Leftovers (HBO, 2014-2016, se prepara la tercera temporada) representa un trabajo sui géneris donde los creadores fabulan a su aire, sin elemento contendor alguno salvo el alcance de su imaginación, la cual parece bien vasta, vista la serie.
Catálogo visual, psicosocial, ilustrativo de la desazón y el malestar contemporáneos, el material de Lindelof-Perrotta logra somatizar en singularísima urdimbre el espíritu local y global del desconcierto, para traducirlo en planteamientos que parecen desnudar (en tanto subsumen los rasgos taxonómicos de estos) a sus receptores, en virtud de su capacidad de comunicar el miedo y la desolación gravitantes sobre la especie.

Provista de enigmática aura, volantazos argumentales que descolocan o resignifican lo dado por sentado, atmósferas enrarecidas y un primoroso estudio de las percepciones y pulsiones menos ordinarias de su galería coral de personajes, la serie no acusa prisa para desarrollar su cautivante, poderosa narrativa, sin interés en momento alguno por complacer a ese concepto tan manipulado de los “públicos mayoritarios”. Causante, por consiguiente, de no pocas reconvenciones del narratario mundial, la obra parece seguir como ninguna el ya célebre axioma de David Simon, creador de The Wire, la mejor serie de la historia según encuestas: “que se joda el espectador medio”.

Con The Leftovers, tan subyugante como presa de sus a veces bastante censurables caprichos de guion (existen episodios en los cuales la intención disruptiva tórnase semi agresiva) no hay medias tintas: se entra en su rueda y - aun a sabiendas de esos defectos que no lastran el alcance total-, se comprende su movimiento interno; o se abomina. En camino de evitar lo segundo conviene no perderle ni un minuto a cada uno de los episodios, puesto que el orden de sentidos de esta construcción audiovisual  depende en gran medida de su obsecuente seguimiento.

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