Alérgica
esta blog a hablar de premios, dada la naturaleza escéptica del autor ante
muchos que, vistos al cabo del tiempo, solo fueron bluffs, enamoramientos
pasajeros con ciertos nombres, naderías aupadas por la coyuntura o el salival
de los jurados, sí creo en cambio que el comité selector del último Festival de
la Habana la clavó con Desierto, la
película mexicana acreedora del máximo reconocimiento en la cita.
Todo
quien se haya pasado la vida viendo cine, sabe que esto es cine de verdad. A la
película de Jonás Cuarón no le sobra ni le falta un segundo. Epítome de
pragmatismo en una concepción orgánica cuyas pautas milimétricas fueron
cocinadas desde el guion para contribuir decisivamente a la consecución de una
puesta en pantalla sin grietas, la obra del joven director mexicano es digna de
llevarse a las academias o escuelas de la materia para desmontarla cuando toque
el turno hablar de planimetría cinemática, del empleo consecuente y útil del
montaje en la fluencia del relato, del uso del espacio en tanto elemento
dinamizador/integrador de la acción, del mantenimiento del ritmo a partir de
recursos básicos como edición/fotografía/música.
El
filme de 2016 -exhibido en la televisión nacional y de estreno en salas durante
este mes de marzo-, es un thriller político cuyo foco argumental reposa en la
cacería humana que practica Sam, habitante estadounidense de las cercanías de
la frontera (Jeffrey Dean Morgan, el malévolo Negan de The Walking Dead), a un grupo de inmigrantes, a cuyos miembros va
eliminando uno por uno, hasta quedar frente a frente con el último de ellos, el
mexicano Moisés, interpretado por Gael García Bernal. No se trata de una
historia original, muy poco lo es ya al día de hoy. Varias películas, como Frontera y aquel Ed Harris en el rol del
vigilante exterminador de turno, han abordado el asunto. El mérito de Jonás
descansa en cómo se acopla a la narrativa de grandes títulos como La jaula de
oro desde una posición de elocuencia, sustantivada en las formas expresivas y
los subtextos coligados.
Los
sucesos contados aquí nada tienen de ficticio. Desierto no es una distopía, cual manipuladora o erróneamente han
escrito. Además de pasar innumerables
vicisitudes para traspasar los límites fronterizos, muchos inmigrantes se
encuentran con el odio xenófobo exacerbado de estos granjeros con los cuales Trump
tiene sueños húmedos. Luego de ultimar a los indocumentados, Sam -representante
cinematográfico de esa ideología ultra conservadora que corroe el alma del
descarriado país del norte-, les ofrece este macabro saludo post-mortem:
“Bienvenidos a la tierra de los hombres libres”. Existen muchas alimañas como
él en el borde septentrional de ambas
naciones, a la caza de los ilegales; aunque sus crímenes no tengan casi luz
pública y no suelan llevarse a la justicia. La película expone una de esas
masacres de manera tan hiperrealista que puede impactar a un receptor
norteamericano. Por ello, ha sido tan atacada en los Estados Unidos desde la
misma presentación de su tráiler, y también fue excluida de la preselección del
Oscar al Mejor Filme Extranjero. De forma aun más lamentable todavía, dentro de
las miméticas prensas latinoamericana o europea (todas son una misma: la
corporativa, controlada por grupos de poder de incidencia mundial) tampoco ha
cosechado las mejores recomendaciones, en reseñas que se calcan entre sí.
La
verdad, por el contrario, es que el miembro menor de la tribu de los Cuarón ha
chupado de las mejores lecciones de Fuller, Boorman, Peckinpah, Penn, Cortés e
Isasi, de todos los cuales toma algo, para componer un trepidante filme de
persecución humana con trasfondo político, donde otra vez la inmensidad de
un espacio abierto y sin accidentes
topográficos -por ende abierto a todos los peligros posibles, en este caso el
desierto de Sonora-, vuelve a ser resorte compositivo esencial, cual lo
resultara en Gravity, el thriller de ciencia
ficción que él coescribió junto a su padre, Alfonso, director allí.
Jonás
inserta varias set-piece de antología en un relato donde combina de manera
armónica recursos narrativos del western con los de la aventura, la ciencia
ficción, el terror y el cine de acción. La del perro asesino de Sam destripado
entre los cactus, quizá la de mayor impacto desde el punto de vista visual; si
bien, desde el plano político, cada una de las cabezas de inmigrantes voladas
por el rifle de Sam constituye plausible alerta de hacia dónde podría abocarse,
de manera general, Estados Unidos, si se sigue pulsando la tecla ideológica del
odio al otro y estableciendo la relación demagoga entre bonanza económica y no
dependencia del exterior o de todo cuanto provenga de allí. Aunque por supuesto
se pensó y rodó antes del triunfo del magnate, devino casi justicia poética que
esta película haya sido estrenada para las fechas de la llegada de Trump a la
Casa Blanca. Cuanto refiere es tan siniestro pero tan real como la retórica propugnada
por el nuevo emperador.
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